La azabache sostuvo la botella con firmeza, aunque sus dedos delataron un leve temblor. Su respiración seguía estable, su expresión impecable, pero algo latía bajo su piel, una tensión eléctrica, sutil y peligrosa.
Frente a ella, Flavián sonreía con su típica calma ladina, cómoda en su propio juego. Expectante. Desafiante.
Sin apartar la mirada, inclinó la botella y dejó que el whisky se deslizara sobre la piel cálida de su amiga. El líquido dorado siguió el contorno de su abdomen, deteniéndose en la pequeña cavidad de su ombligo. Aeri observó, fascinada, antes de inclinarse con la misma precisión con la que ejecutaba cualquier movimiento calculado.
El primer contacto fue una paradoja: el ardor del alcohol, la calidez de la piel. Su lengua atrapó el whisky con una lentitud deliberada, arrastrándolo a lo largo del abdomen de Flavián. Cada gota fue recogida con un control meticuloso, su avance pausado, cada roce dejando una estela imperceptible en el aire.
Cuando llegó a la curva del vientre, el roce de sus labios contra la piel la hizo vacilar. Un instante apenas, un parpadeo en su dominio. Su corazón marcó un ritmo distinto, pero no cedió.
Continuó. La última gota fue atrapada en su clavícula, un suspiro quedó suspendido entre ambas. Se incorporó con la misma naturalidad con la que había comenzado, pero el siguiente shot la esperaba en un desafío silencioso: los labios de Flavián.
Aeri no dudó—porque dudar sería admitir demasiado.
Se inclinó y atrapó el whisky con los labios, en un roce efímero, un susurro de contacto apenas tangible pero imborrable. El alcohol descendió por su garganta con la misma facilidad con la que escondía sus pensamientos.
Con un gesto medido, dejó la botella sobre la barra, ajustó un mechón tras su oreja y cruzó los brazos con la estudiada indiferencia de quien siempre juega a ganar.
