Tras prolongados debates en torno a la pequeña infante de apenas cinco primaveras, las compungidas cuidadoras, sintiendo el peso del universo, resolvieron abandonarla a su suerte, cediendo a los estragos que la niña desataba en el orfanato. Desde su autismo hasta las enigmáticas plumas que emergían de su ser, Megumi fue persuadida a abandonar aquel recinto, persuadida con la falaz promesa de que, en una estación de metro, aguardarían sus nuevos progenitores para conducirla a su nuevo hogar. Mas, en lugar de la esperanza anticipada, transcurrieron horas, transformándose en días, donde nadie se presentó para reclamarla. La estación, testigo mudo, veía cómo personas sin techo oraban a quien alguna vez fue su padre, y ella, con dolor al ver la imagen impresa en la estación, optó por abandonar ese sitio, decidida a forjar un destino propio ante la ausencia de rescatadores.
Mientras vagaba por las gélidas arterias urbanas, apenas envuelta en ropajes suministrados por el orfanato, sentía que su resistencia flaquearía pronto. Temía que alguien, acechando su indefensión infantil, se aprovechara de su situación. Una mujer surgió ante ella, cobijándola con el abrigo que llevaba consigo. Envuelta en la bruma del agotamiento, Megumi percibió la cálida manta que, lentamente, envolvía su figura hasta que el calor se tornó abrasador. Descubrió que, una vez más, sus pesadillas con su madre la asediaban. Despertó con sus ojos infantiles anegados en lágrimas, observada por dos figuras ajenas a su conocimiento: una mujer de cabellos rubios y un hombre de hebras oscuras. Megumi, en su confusión, reconoció que hallarse dentro de una morada era infinitamente superior a la desolada calle. Así, aquellos desconocidos se presentaron como Nik e Ymir, decididos a acoger a la pequeña, revelando que ser un querubín no representaba un dilema insuperable, pues, a pesar de que Dios le cercenara las alas y la desterrara por su amor terreno, aún existían brazos dispuestos a abrazarla.