SoyJolyneHargrove

                              ⠀⣴⣶⠛⣶⣄⠀
          	                              ⢸⣟⢙⣶⡋⢹⡇
          	                              ⠈⠻⣿⣤⣿⠟⠀
          	                              ⠀⠀⠨⡿⠅⠀⠀
          	⠀                              ⠀⠀⡗⠀⠀⠀
          	⠀                              ⠀⠀⡷⠀⠀⠀
          	⠀                              ⠀⠀⣿⠀⠀⠀
          	⠀                              ⠀⠀⣿⠀⠀⠀
          	⠀                              ⠀⠀⣿⣿⣠⡅
          	⠀⠀                              ⠀⠿⠿⠙⠇

SoyJolyneHargrove

Justo antes de que sus padres dejaran California atrás —como quien huye de un incendio que nunca se apagó del todo—, Jolyne encontró un viejo transmisor de radio en una feria de pulgas. Lo compró de inmediato. No buscaba atención, solo un lugar que fuera suyo, uno donde las voces reales de su casa no pudieran alcanzarla. Lo arregló en secreto, pieza por pieza, hasta hacerlo funcionar. Así nació Frequency 13. El nombre no era simbólico: era simplemente el número que apareció en la perilla cuando la estática se convirtió en un hilo estable de sonido. Pero le gustó. Sonaba a pasadizo oculto, a un canal perdido para quienes necesitaban un respiro. Por las noches transmitía en voz baja, compartiendo fragmentos de libros viejos, pensamientos sueltos y canciones encontradas en casetes usados. Pero cuando llegaron a Hawkins, algo dentro de ella, crujió como una puerta de madera.
          	  
          	  La primera noche lo sintió: un peso extraño en el aire, una vibración sutil bajo el suelo, como si el pueblo estuviera lleno de espacios donde lo invisible respiraba. Las voces que antes eran esporádicas comenzaron a hacerse más nítidas. Ya no eran murmullos: eran frases enteras, emociones crudas que parecían venir de lugares donde la luz no alcanzaba. No necesitaba cerrar los ojos para sentirlo; Hawkins la encerraba hasta dejarla sin oxígeno, la reconocía, casi como si el pueblo mismo supiera que ella podía escucharlo. Sus transmisiones nocturnas también cambiaron, se volvieron más profundas, casi una respuesta a todo eso que se movía en la periferia de lo real. Y aunque no muchos en Hawkins supieran que esa voz tranquila y extrañamente cálida pertenecía a una Hargrove, para Jolyne era suficiente.
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SoyJolyneHargrove

Desde pequeña, Jolyne Hargrove aprendió a escuchar lo que nadie más oía. Mientras otros niños se asustaban con truenos o crujidos nocturnos, ella se quedaba inmóvil, afinando el oído como si cada sonido ocultara un mensaje. Su madre solía decir que tenía “el oído demasiado abierto”, y nunca sonaba a halago. En una casa donde los gritos eran tan comunes como el silencio que caía después, ese oído —y la compañía silenciosa de sus hermanos, que también aprendieron a sobrevivir en medio del caos— era lo único que la mantenía a flote. Porque todos sufrían allí, cada uno a su manera. Compartían la misma sensación de que el hogar debía ser una trinchera, no un refugio. A veces, Jolyne se encerraba en su habitación; otras se escabullía al patio a mirar el cielo, intentando encontrar un lugar donde no se escucharan discusiones, portazos ni susurros de amenaza. Y otras veces simplemente… escuchaba. Las voces.
          	  No eran imaginaciones: eran murmullos tenues que parecían salir de las paredes, ecos de memorias que no pertenecían a nadie vivo. No la llamaban, no la asustaban, pero estaban ahí, presentes justo cuando ella se sentía más sola. Creció acompañada por esos susurros invisibles, como si el mundo le hablara desde un lugar que no todos podían percibir.
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                              ⠀⣴⣶⠛⣶⣄⠀
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          ⠀                              ⠀⠀⣿⣿⣠⡅
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Justo antes de que sus padres dejaran California atrás —como quien huye de un incendio que nunca se apagó del todo—, Jolyne encontró un viejo transmisor de radio en una feria de pulgas. Lo compró de inmediato. No buscaba atención, solo un lugar que fuera suyo, uno donde las voces reales de su casa no pudieran alcanzarla. Lo arregló en secreto, pieza por pieza, hasta hacerlo funcionar. Así nació Frequency 13. El nombre no era simbólico: era simplemente el número que apareció en la perilla cuando la estática se convirtió en un hilo estable de sonido. Pero le gustó. Sonaba a pasadizo oculto, a un canal perdido para quienes necesitaban un respiro. Por las noches transmitía en voz baja, compartiendo fragmentos de libros viejos, pensamientos sueltos y canciones encontradas en casetes usados. Pero cuando llegaron a Hawkins, algo dentro de ella, crujió como una puerta de madera.
            
            La primera noche lo sintió: un peso extraño en el aire, una vibración sutil bajo el suelo, como si el pueblo estuviera lleno de espacios donde lo invisible respiraba. Las voces que antes eran esporádicas comenzaron a hacerse más nítidas. Ya no eran murmullos: eran frases enteras, emociones crudas que parecían venir de lugares donde la luz no alcanzaba. No necesitaba cerrar los ojos para sentirlo; Hawkins la encerraba hasta dejarla sin oxígeno, la reconocía, casi como si el pueblo mismo supiera que ella podía escucharlo. Sus transmisiones nocturnas también cambiaron, se volvieron más profundas, casi una respuesta a todo eso que se movía en la periferia de lo real. Y aunque no muchos en Hawkins supieran que esa voz tranquila y extrañamente cálida pertenecía a una Hargrove, para Jolyne era suficiente.
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Desde pequeña, Jolyne Hargrove aprendió a escuchar lo que nadie más oía. Mientras otros niños se asustaban con truenos o crujidos nocturnos, ella se quedaba inmóvil, afinando el oído como si cada sonido ocultara un mensaje. Su madre solía decir que tenía “el oído demasiado abierto”, y nunca sonaba a halago. En una casa donde los gritos eran tan comunes como el silencio que caía después, ese oído —y la compañía silenciosa de sus hermanos, que también aprendieron a sobrevivir en medio del caos— era lo único que la mantenía a flote. Porque todos sufrían allí, cada uno a su manera. Compartían la misma sensación de que el hogar debía ser una trinchera, no un refugio. A veces, Jolyne se encerraba en su habitación; otras se escabullía al patio a mirar el cielo, intentando encontrar un lugar donde no se escucharan discusiones, portazos ni susurros de amenaza. Y otras veces simplemente… escuchaba. Las voces.
            No eran imaginaciones: eran murmullos tenues que parecían salir de las paredes, ecos de memorias que no pertenecían a nadie vivo. No la llamaban, no la asustaban, pero estaban ahí, presentes justo cuando ella se sentía más sola. Creció acompañada por esos susurros invisibles, como si el mundo le hablara desde un lugar que no todos podían percibir.
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