Kaltain, como el demonio lo llamó, ahora sentía lo que Yezekael sentía. Sus emociones, sus deseos, su dolor, todo se mezclaba con los de su amo. Como si fueran una sola entidad dividida entre dos cuerpos, Kaltain no podía evitar experimentar todo lo que Yezekael experimentaba. El demonio gobernaba su existencia, sus pensamientos, y aunque Kaltain aún conservaba algo de conciencia, su voluntad estaba atada a la del demonio.
Al principio, Kaltain luchó con la nueva realidad, pero pronto comenzó a percibir algo mucho más complejo y desconcertante. Con cada emoción que compartía con Yezekael, empezó a sentir un deseo profundo, una fascinación insana por el demonio que ahora habitaba su cuerpo. Su conexión con él se volvió más intensa, y lo que inicialmente había sido una sombra de adoración se transformó en algo mucho más oscuro: obsesión. Kaltain no podía evitarlo. Al tener el cuerpo compartido con Yezekael, sus propios deseos se confundían con los del demonio. La imagen de su amo se fue tornando, no solo como el ser que lo había creado y manipulado, sino como el objeto de su más profunda devoción.
El deseo de Yezekael se reflejaba en su alma compartida, pero ahora Kaltain deseaba a su amo con una intensidad inexplicable. Se vio a sí mismo atrapado en una espiral de admiración y lujuria por el demonio, como si Yezekael fuera la manifestación perfecta de lo que él siempre había anhelado. Y aunque sabía que esa relación era perversa y destructiva, no podía dejar de sentirse atraído por la idea de pertenecer completamente a él, de ser consumido por él. El amor que había buscado, en realidad, era una prisión, pero Kaltain no podía liberarse de su obsesión.