En una aldea hundida entre los bosques góticos de Baviera, donde la niebla se enreda con las copas de los árboles y el tiempo parece caminar descalzo, nació un niño de piel imposible. Azul como la hora antes del amanecer. Con una cola fina, como un trazo de tinta, y ojos que nunca aprendieron a mentir.
Fue abandonado antes de decir su primer “mamá”. Las gárgolas de la vieja abadía fueron sus primeros testigos. Lo encontraron los monjes, que decidieron verlo como un signo, no como un castigo. Lo llamaron **Kurt Wagner**.
Creció entre vitrales y salmos, corriendo por pasillos de piedra, rezando con las manos juntas mientras su cola temblaba de emoción al oír historias de santos y mártires. Nadie le enseñó a odiarse, pero el reflejo en el agua le recordaba que el mundo afuera no rezaría por él.
Y entonces, un día, algo despertó. No fue un trueno ni un milagro, sino un susurro bajo la piel. Su cuerpo, antes tan extraño, aprendió a fingir. Frente a los ojos humanos, su piel azul se desvanecía, sus ojos dorados se volvían castaños, su cola se ocultaba tras una ilusión de carne. Un disfraz tejido por su propio don: **la proyección ilusoria de lo humano**.
No lo celebró. No saltó de alegría. Solo lo usó. Como quien se pone una máscara para no perturbar la paz de los que ama.
Kurt viajó. Se unió a un circo ambulante que recorría Europa. Entre bastidores era el demonio que volaba entre cuerdas y estrellas. En escena, el joven ágil de sonrisa encantadora. Cada noche era un acto doble: uno para el público, otro para su alma. Y siempre, antes de dormir, sus plegarias no pedían normalidad, solo redención.
Fue ahí donde Charles Xavier lo encontró, tras una tormenta de fuego y miedo en un pueblo que había visto más de lo que debía. Charles no le ofreció una cura, sino una **causa**. Kurt aceptó, como se acepta una cruz: sin certezas, pero con fe.
