SoyWillGranger

El contacto de sus dedos sobre su brazo lo desarmó más que cualquier palabra. No era la presión, ni la suavidad; era el atrevimiento. Esa calma insolente con la que Lucy Potter lo tocaba, como si no supiera —o peor aún, como si supiera demasiado bien— lo que provocaba.
          
          Will no pensó. No razonó.
          
          En un movimiento rápido, la sujetó por la muñeca y la empujó con la espalda contra la baranda de piedra. No con violencia, pero sí con esa fuerza contenida que delataba todo lo que venía reprimiendo. El golpe seco del contacto resonó junto al lago, mezclado con el latido furioso de ambos. —¿Y si quisieras jugar, Potter? —susurró, tan cerca que sus labios rozaron la comisura de los de ella sin llegar a tocarla—. No sabrías las reglas y yo no sabría cuándo detenerme.—Su respiración rozó su mejilla, caliente, irregular. La mano que la sostenía descendió lentamente por su brazo hasta detenerse en su cintura, donde los dedos se clavaron apenas, marcando territorio sin pedir permiso.
          
          —Mierda… —masculló, con la voz rota, la frente apoyada un instante contra la suya—. No sabes lo que haces.— La miró entonces, con esa intensidad que rozaba la rabia. No había ternura en su mirada, solo deseo y frustración.
          
          Sus dedos se deslizaron apenas por la línea de su cuello, el pulgar rozando el pulso acelerado. Su mirada descendió a su boca, peligrosa, hambrienta.
          Y en ese instante, entre el frío del lago y el calor de su piel, Will ya no supo si la estaba reteniendo para no besarla o para no dejarla ir. —¿Qué quieres de mí, Lucy?

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Will no se movió. Ni un solo músculo. Pero la risa de Lucy —esa risa suave, insolente, cargada de una ligereza que no encajaba con el fuego que él sentía en el pecho— lo partió por dentro. Sonaba demasiado parecida a la que usaba con él, con Caelum. Y eso bastó para joderle la cabeza. La botella que sostenía cayó de su mano y golpeó el suelo con un ruido hueco. No se rompió, pero el sonido fue suficiente para llenar el silencio.
          
          —No me provoques —gruñó. No fue un ruego. Fue una advertencia. Inclinó el rostro hasta quedar a su altura, tan cerca que el roce del aire entre ambos se volvió una ofensa. —¿Quieres jugar, Potter? —susurró contra su oído, el tono bajo, grave, ronco de contención—. Porque si lo haces, te juro que no te va a gustar cómo termina.
          
          Su mirada bajó un instante, solo un segundo, hacia sus labios. Demasiado cerca. Demasiado fácil.
          El cuerpo le pedía una sola cosa, pero la cabeza… la cabeza solo le recordaba una y otra vez el nombre de ese imbécil que ella seguía eligiendo. Y entonces, retrocedió medio paso, con un sabor amargo subiéndole por la garganta. Aún le quedaba un poco de amor propio.
          
          —Mierda, Lucy… —murmuró, sin mirarla—. ¿Por qué carajo sigues viniendo a buscarme si sabes que voy a perder la cabeza?— Will giró sobre sí mismo, mirando hacia el lago oscuro para tomar aire e intentar recomponerse. —No. —respondió al fin—. No pienso tocarte. Por ahora. Pero si sigues tan cerca, te juro que voy a hacer que lo olvides todo. Incluso su jodido nombre.

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Por un segundo, el mundo pareció reducirse al sonido de su respiración y la forma en que sus labios pronunciaban su nombre.
          
          William.
          
          Nadie lo decía así. Nadie con esa mezcla de desafío y temblor. Nadie que lo hiciera querer romper algo solo para no romperse él.
          
          Will soltó una carcajada seca, sin alegría, más un exhalo que una risa. Apartó la mirada, enfocándola en cualquier punto que no fueran sus ojos. Si la miraba un segundo más, iba a hacer una estupidez. Otra más.
          
          —¿Qué quiero? —repitió con voz baja, áspera, la mandíbula tensa—. No te interesa lo que quiero, Potter. Si te interesara, no estarías con ese imbécil al que llamas "novio".— Se empujó ligeramente de la pared y dio un paso más cerca hacia ella, lo justo para invadir el poco espacio que quedaba. Su sombra se proyectó sobre la suya, tragándola entera. El olor a alcohol, a humo y piel húmeda se entrelazó entre ambos. —Pero... ¿Sabes qué? Sí puedo pensar en algo que quiero ahora mismo.—continuó, con un filo de rabia contenida en el tono mientras volvía a poner sus ojos azules, casi grises, sobre los verdes de Lucy —. Quiero que te bajes la puta falda para que todos los imbéciles aquí dejen de mirarte las jodidas piernas.
          
          El silencio que siguió fue como una bofetada para ambos. No era un deseo. Era una orden. Will no lo dijo sólo para provocarla —aunque sabía que lo hacía—, sino porque cada vez que la veía con esa falda, con esa sonrisa, y con ese imbécil que la trataba como un trofeo, sentía que algo dentro de él se corrompía un poco más.
          

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El silencio entre ambos parecía tener peso propio. Pesaba más que el aire cargado de humo que se filtraba desde la sala común, más que el eco distante de los vasos chocando o las risas ebrias que se deshacían en el pasillo. Will no apartó la vista de ella. No podía. Cada movimiento de Lucy —cada respiración que se escapaba de sus labios entreabiertos pintados de color granate— era una provocación, una forma cruel de recordarle que aún existía una parte de él que no había podido arrancarse.
          
          El cuello de la camisa le oprimía. Sentía el pulso en la garganta, fuerte, insistente, como si su propio cuerpo lo estuviera delatando. Se obligó a tragar aire, a no moverse de inmediato hacia ella. Había aprendido, a la fuerza, que con Lucy Potter la distancia era una forma de tortura. Y él era un experto en infligirse dolor.
          
          —No suelo pensar en el sentido de la vida —murmuró al fin, apenas un tono por encima del viento—. Pero sí en lo que me la quita.
          
          No era un comentario cualquiera. Quería molestar a la pequeña pelirroja frente a él. Avanzó un paso. Solo uno. Lo suficiente para que el olor de su perfume se mezclara con el del whisky que llevaba impregnado en la piel. La miró con esa media sonrisa ladeada que nunca llegaba a ser amable, sino peligrosa.
          
          —No deberías sonreírme así —continuó, la voz ronca, casi arrastrada—. No cuando sabes que sólo me basta eso para olvidarme de todo lo demás.
          
          Levantó la mano para tocarla. Joder. Deseaba desesperadamente volver a sentir su piel suave bajo su tacto, pero se detuvo a medio camino, los dedos tensos, a pocos centímetros de su mejilla. No la tocó. No aún. La línea entre el deseo y el desastre era demasiado fina esa noche, y él, a pesar de los incontables tragos que llevaba, aún se sentía demasiado sobrio como para fingir que no lo sabía.

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La música se filtraba desde el interior de la sala común de slytherin, distorsionada por el eco del alcohol y las risas. Afuera, en el balcón, el aire olía a humo y a noche húmeda. Will estaba apoyado contra la pared, la botella tambaleando entre sus dedos. No recordaba cuántos tragos llevaba exactamente, pero sí recordaba cada gesto de Lucy Potter desde que había llegado: su risa, el brillo de su falda, el olor de su pelo cuando pasaba junto a él, y sobretodo recordaba el modo en que el imbécil que tenía por novio la tocaba como si fuera suya cuando no lo era.
          
          No soportaba verlo.
          
          No soportaba verla sonreírle a otro.
          
          Lucy apareció en la puerta, buscando aire o refugio, y la luz del pasillo recortó su silueta. Él la observó sin moverse, con esa calma falsa que precede al incendio.
          
          —¿Qué haces aquí sola? —preguntó, la voz baja, casi áspera. Casi tortuosa. Era una advertencia. Más para él que para ella. No le convenía estar sola junto a él en estos momentos.