Lyra entrecerró los ojos con una sonrisa ladina y cruzó los brazos.
— Oh, claro, “nunca, jamás” —repitió con exagerado dramatismo—. Qué conveniente que justo después de “negarlo” ya estés aceptando un paseo conmigo hasta el lago. — Soltó una risita divertida y añadió—: Pero es por motivos meramente personales, no hay nada que implique romanticismo.
Se encaminaron por el bosque, que era, a su vez, el refugio y el hogar de ambos desde la más tierna edad. El tiempo del atardecer traía consigo una brisa de lo más agradable que agitaba las copas de los frondosos árboles. A Lyra le encantaba escuchar el canto de las aves, las mismas que llenaban el aire con una melodía tranquila. Además, el sol, cuando se filtraba entre las hojas, dibujaba destellos dorados sobre el terreno que pisaban. A cada paso, el murmullo del agua se hacía más presente, acompañando el sonido rítmico de sus pisadas sobre la tierra húmeda. Mientras paseaba, se había dado cuenta de un pequeño pero no menos importante detalle: hoy era luna llena. Miró a Oliver de soslayo. “¿Quizá lo haya olvidado?” pensó “no lo creo”. De todas maneras, no lo iba a dejar solo. Era, ante todo, su amigo. Y no lo abandonaría en un momento tan complicado y delicado para él.
—Bueno, hemos llegado.
