Fuera de los salones de clases, su vida estaba llena de altibajos. Podía pasar días encerrado en su pequeño estudio, trabajando frenéticamente en una pintura solo para destruirla al no sentirse satisfecho. A menudo luchaba con un sentimiento constante de vacío, como si algo estuviera siempre fuera de su alcance. Aunque intentaba mantener relaciones personales, la intensidad de sus emociones y su incapacidad para manejarlas plenamente lo alejaban de quienes trataban de acercarse a él.
El mundo de Ryo se desmoronó una noche de otoño. Había tenido un día especialmente difícil en el trabajo: una discusión con un colega que lo había acusado de ser demasiado duro con sus alumnos, seguida de una clase donde se sintió incapaz de transmitir lo que quería. Al caer la noche, salió de su estudio para caminar por la ciudad, buscando despejar su mente. La lluvia caía en un ritmo constante, empapándolo mientras sus pensamientos se enredaban en una espiral de autocrítica.
Fue en ese momento, al doblar una esquina, cuando la realidad se quebró. Sin previo aviso, Ryo fue engullido por un vacío oscuro, un pasaje que lo llevó directamente al mundo de los juegos sádicos. Al principio, pensó que estaba en un sueño, pero pronto comprendió que las reglas de este nuevo lugar no eran nada menos que letales.
Ryo nunca olvidó quién era antes de los juegos, aunque sus recuerdos se volvieron un arma de doble filo. Por un lado, lo impulsaron a sobrevivir, recordándole que el arte era su conexión con el mundo, incluso en este lugar donde la humanidad parecía haber desaparecido. Por otro lado, cada victoria en los juegos lo alejaba más de ese hombre que una vez fue, transformándolo en alguien que debía usar las emociones de otros como herramientas para ganar.