Nació en una familia donde la música nunca fue un accidente. Creció entre acordes dispersos, horarios irregulares y la sensación constante de que el sonido siempre llegaba antes que las palabras. Su padre, músico por vocación y por herencia, estuvo presente de una forma distinta: más ausente que distante, más ocupado que frío. El trabajo, los escenarios y las responsabilidades fueron marcando un espacio difícil de llenar, y aunque Sèbastien nunca dudó del amor que le tenían, sí aprendió temprano a convivir con la idea de no ser el centro de él.
Es el mayor de sus hermanos. El que observa primero. Tiene un carácter fuerte, una tendencia natural a responder antes de callar, a meterse en problemas en clase sin medir demasiado las consecuencias.
Con su madre, en cambio, todo cambia. Junto a Dianne, Sèbastien baja la guardia. Su dureza se suaviza, su voz pierde aspereza. Es con ella con quien se permite el silencio cómodo, la vulnerabilidad discreta, la certeza de ser comprendido sin explicaciones. Ella es su equilibrio, su refugio constante.
Nació con el don de la música. No lo buscó: simplemente ocurrió. La guitarra apareció como una extensión de sí mismo, y el garaje de la casa terminó convirtiéndose en su territorio, su santuario personal. Allí compone, ensaya, se pierde durante horas. No solo toca: escribe. Arma canciones como si fueran confesiones cifradas, fragmentos de cosas que no siempre se anima a decir en voz alta. Guarda con cuidado cada mixtape que su tío Eddie le regaló a lo largo de los años. Son reliquias, pequeñas cápsulas del pasado que no se atreve a desechar.
Es impulsivo, leal, profundamente emocional, aunque se esfuerce por ocultarlo. Camina entre el deseo de ser distinto y la certeza de que hay cosas que simplemente se heredan. No busca encajar en moldes ajenos ni cumplir expectativas que no eligió. Prefiere escribir su historia a su manera, aun si eso implica equivocarse, romper reglas o desafiar lo que se espera de él.
