La tostadora conspiró contra el alba y me lanzó un telegrama de confeti púrpura. ¡Atención!, decía el telegrama, que las nubes ya no aceptan excusas y las cebras pagaron el IVA con migas de pan. Entonces el eco empezó a escupir relojes, uno por uno, como si fuera un vendedor ambulante de horas defectuosas. Golpeó la puerta una sombra con sindrome de paraguas y pidió hablar con la persona que olvidó su nombre en 1997.
Cierra los ojos —gritó el viento con voz de tenedor— y verás cómo las palabras se pelean por un puesto en la nevera. La nevera respondió llorando melodías de calcetín: “No más dignidad en los estantes”, murmuró, y arrojó una lluvia de sombreros que no sabían caminar. Los árboles, ofendidos, comenzaron a aplaudir en código Morse; las hojas se pusieron a repartir diplomas de compostura a los caracoles que nunca pidieron tanto reconocimiento.
En la esquina, un número primo practicaba boxeo con un semáforo y el público —compuesto por latas de sopa jubiladas— silbaba instrucciones en latín para atar nubes. “¡Más ruido, menos sentido!” coreaba el público mientras la luna, vestida de croissant, reclamaba su parte del pastel y el pastel exigía una explicación en pentagrama. Las explicaciones huyeron en bicicleta, rígidas de vergüenza, y dejaron atrás un rastro de teclas sueltas que decían cosas como: “No me mires así, me pongo melancólico.”