Cuando volvió a tocar mi puerta y dijo aquí estoy, mi rostro de ser pálido y sin vida cambió a uno resplandeciente e inclusive bello. Y es que aquella bonita visitá cambiaría el rumbo y la falsa creencia de que el amor ya no existe. Y es que el simple hecho de que estuviera parada frente a mí ya daba por sentado que todo en lo que yo por años había creído era erróneo y aun quedaba en el mundo, remotamente, aquello por lo cual todo vale la pena, aquello por lo que dices yo daría mí bendita vida porque te quedarás para siempre junto a mí.
Ahí estaba, brillante como el atardecer, sin comparación, magnífica en toda la extención de la palabra. Había jurado no volver a encontrarme con ella, porque tiempo atrás ya me había matado de la forma más ruin que puede existir, pero no podía negar que día tras día entre más pasaba yo deseaba encontrarme con ella nuevamente, porque muy dentro de mí era realista, y sabía que todo ser humano la necesita. Pero una parte se negaba por miedo por cobardía a enfrentarme a ella.
Pero en ese momento en que ella apreció recordé una parte de un poema donde decía que él cementerio está lleno de cobardes y a los muertos de miedo nadie les lleva flores y yo no quería ser como ellos, yo quería morir en el intento al pie de la batalla, así que la hice pasar y le di una muy merecida bienvenida, si, ahí estaba una vez más la ilusión. Aquella que yo ya había enterrado, sí, ahí estaba sin reproches ni coraje, lista para nuevamente ablandar mi corazón, abrirlo de par en par y dejar pasar a aquel chico de voz cálida y ojos tristes que ya me había robado el aliento.