Pienso mucho en mi muerte. Aunque me aterra, todos los días me descuido, como si mi subconsciente buscará acercarme casa vez más a ese día, adrede. La vida es corta, y sin embargo, pretendo acortarla aún más.
Se supone que viva por el día en que esté agradecida de haber resistido. Pero incluso después de eso, moriré. Y todo de mi habrá desaparecido. En este universo que es inmenso, simplemente me esfumaré.
Que mi corazón y mi mente sean tan insignificantes, no puedo perdonarme a mí misma por priorizarlo tanto. Porque siento que no importa lo que haga, no valdrá la pena.
Envidio a quienes afrontan el día a día con determinación. Yo no sé mentir, no soy buena mintiéndome a mí misma. No siento que las cosas estén bien así. Por eso, espero que Dios exista, y espero que haya algo detrás de la muerte, por más insensato que sea. Por más ajena que me resulte la idea.
Es que claro, morir le da valor a la vida, parece que ahora todos pensamos eso. Pero en realidad, ese factor efímero es lo que hace que piense que al final nada vale la pena. De todos modos me esfumaré, si solo sigo siendo paciente, no tendré que haber hecho nada y cuando muera solo será eso. El final, y a lo mejor por eso cada día busco maneras de evitar pensar. Porque la vida no me resulta coherente, no me resulta dotada de algún sentido.
Porque siempre pienso en algo más allá de lo que me sirven en el plato, y quizás hubiera sido mejor nacer sin esta aptitud. Si la tengo, debería usarla para el bien. La cuestión es que tampoco creo en ese valor insípido.
Es todo muy agotador, así que me acuesto en mi cama, y digo esperando que el tiempo pase.