Nací en un territorio donde el aire huele a resignación,
donde la basura no está tirada:
está instalada.
Donde la verdad no se busca:
se negocia.
Donde la justicia no llega:
se extravía.

Veo las calles como cicatrices abiertas
que nadie limpia,
porque todos aprendieron a caminar sobre la herida
sin sentirla.

Y yo también camino,
con rabia metida en la mandíbula
como si fuera un diente que nunca termina de romper la encía.

Quiero paz,
pero la paz aquí es una broma pesada.
Quiero calma,
pero el país ruge aunque nadie lo escuche.
Quiero ignorar,
pero la ignorancia es un lujo
que solo pueden darse los que ya se rindieron.

Estoy cansado de ser espectador
de un circo donde los payasos gobiernan
y los criminales escriben las reglas.
Manipulan noticias,
decoran mentiras,
asignan culpas,
lavan manos manchadas de vidas ajenas.

Y todos miran.
Y nadie piensa.
Y yo exploto por dentro
porque soy demasiado consciente
para tragarme el cuento,
pero demasiado pequeño
para derribar el escenario.

Quiero ayudar,
pero me ahogo en la sensación de que mi esfuerzo
es una mota de polvo en un huracán de mierda.
Quiero ser egoísta,
pero cuando intento pensar en mí
se me cuela esa culpa viscosa
que me recuerda que el país también es mío,
aunque a veces parezca mi enemigo.

Me duele ver que la ignorancia es tradición,
que la mediocridad es idioma,
que la corrupción es clima.
Y me duele más saber
que querer cambiar algo aquí
es como gritar en un desierto
que aprendió a hacerse el sordo.

Pero aun así,
aun con el país roto,
aun con la gente dormida,
aun con mi esperanza en coma,
sigo mirando alrededor
como si buscara un motivo para no rendirme.

Es patético.
O tal vez humano.
No sé.

Solo sé que, aunque me queme admitirlo,
llevo al Pais clavado en el pecho
como una espina que no sale,
ni la puedo sacar,
ni la quiero sacar,
porque si la arranco
quizá me quede vacío.