Caía la tarde, ya más dorada que azul. En el horcajo de un espino, por el sendero que conduce al pinar, una ardilla se acurrucaba en forma de espiral, la cola cargada a la espalda; su cabeza se amodorraba; toda ella pena, su pata meneaba una ramilla.
Con sólo una triste mecha de pelo, bruna la piel, surcada, deseaba morir; nada ve ya, empañado queda el verde camino de hojas donde triscó; en su postrer, desfallecido instinto, siente cerrarse el estío, detenerse la vida, el miedo que huye para nunca más volver.
Por la hierba me fui de puntillas. Rondaban las abejas los brezos. Hacia la ciudad surcada por golondrinas, un sauco estaba todo lleno de tordos.
Y yo, mortal, emponzoñado mi ocio, en mi sombra, a mi lado, vi cómo me vencía el grave pensamiento...