Sus manos inquietas acariciaban mi cuerpo con una mezcla de ternura y deseo, como si cada roce tuviera memoria. El momento de nuestra despedida se acercaba, y solo pensarlo me desmoronaba. No sabía cómo afrontar la situación; la angustia me paralizaba. Tenía miedo de que todo terminara, de que nuestras almas se perdieran entre el viento y la lluvia, de que nuestro amor se desvaneciera como una tormenta de verano, y que nuestros cuerpos, alguna vez fundidos, se disolvieran en su ausencia. Y sí, cada segundo que pasaba representaba el alejamiento de nuestras almas, que poco a poco se iban desprendiendo, como las olas que se retiran silenciosas del borde de la orilla. Así acaba nuestra historia: intensa, desgastada, pero, sin lugar a dudas, la más bonita.