Estuve todo el fin de semana llorando de felicidad, tristeza, melancolía, nostalgia y euforia sin poder procesar todo lo que viví aquella noche que conocí un poquito muy lejos a las dos personas que, sin maximizar lo que hicieron por mí, me salvaron la vida.
Fui al concierto de la banda que con sus canciones me hicieron sentir comprendida, querida y escuchada cuando yo lloraba por las noches y ponía su música en mis audífonos sin saber qué había de malo conmigo, sin saber por qué me sentía como me sentía, creyendo que me estaba ahogando en un vaso de agua por hacer gigantes cosas que realmente eran pequeñas. Me hicieron notar que no importa qué tan tonta sea la causa, sigue siendo una causa y eso importa. Eso cuenta y no soy tonta por no poder con todo.
Sigo sin saber cómo explicarle a mi yo de 11 años que apenas hace unos días fui a ver en vivo la banda que acaba de conocer y de la que ya se enamoró. Y más, sin saber cómo decirle a mi yo de 13 que acabo de sanar una herida suya, que mi parte favorita y a la vez la más difícil de escucharlos fue cuando comprendí que sus letras no eran solo letras, sino vivencias; cuando entendí que el “Stay alive” no era una frase bonita en una canción y ya, sino un mantra tan lindo como doloroso. Pero a ellos no les fue suficiente tener eso, sino que tras darnos un signo de supervivencia, nos dieron uno de perseverancia, de prosperidad. Pasar de solo mantenerse con vida a seguir adelante fue una evolución emocional por la cual siempre voy a estar agradecida con ellos.
No me salvaron una ni dos veces. Fueron demasiadas.