Estoy reescribiendo Niña Chicle para que se pueda publicar en una antología de mi escuela, y el inicio, sin editar, ahora va así:
La cosa con las mudanzas es que cada casa era más fea que la anterior. Y las casas, de todas formas, siguen siendo menos feas que la gente que vive en ellas. Llevaba media hora frente a la casa 31, esa de ladrillos, pintura blanca, dos pisos y tejas negras de la calle Garden, esa que era mi nueva casa, y ya la odiaba. Dos señoras ataviadas con vestidos floreados hasta los tobillos se habían acercado a mi mamá tan pronto como mi papá y yo nos alejamos, no sé de qué hablaban, pero imaginé que la invitaban a sus ventas de pasteles, las juntas de padres, la iglesia, preguntaron en qué trabajaba su marido y comentaron lo guapo que era su hijo. Yo me dediqué a meter cajas: comedor, cocina, baño, basura de Leo.
Arrastré basura de Leo arriba de las escaleras, escuché mis lápices de la escuela traquetear dentro, chocando con algo que sonaba como cristal, aunque no llevaba nada de eso. En el piso de abajo había un tápiz rojo feísimo que fingí no ver. Mi nueva habitación era más pequeña que la anterior, y olía a viejo. La ventana no daba a otro lugar que no fuera la pared gris de al lado y su ventana con cortinas crema. La casa número 32 igual era de ladrillos, pero sin pintura blanca, sino más bien un color sucio qué tal vez alguna vez fue gris. Detuve la puerta con basura de Leo y me acerque a la ventana para abrirla y ventilar el cuarto, con suerte, el olor a humedad de la casa desaparecería en unos cuantos días.
Y entonces, con la misma fuerza que un puñetazo en la nariz, el mismo borrón sangriento, la vi. Ella era… había algo muy incómodo en llamarle a las chicas, bueno, chicas, ella era una, pero parecía más una niña bajita, delicada, pálida como una aparición, lo que más resaltaba, sin embargo, era su cabello: rosado hasta la punta. Una cascada de dulce hasta los hombros, flequillo le caía por la frente hasta las cejas rubias.