Nací junto al Mediterráneo. La vida me entregó a una familia de empresarios humildes. Fui segundo hijo de cuatro. Recuerdo una infancia dura. Mis profesores, la mayoría escolapios, me inculcaron valores judeocristianos. Compagine estudios con trabajo desde niño. Trabajar se convirtió en la moneda necesaria para conseguir la aceptación de mis padres.

Siempre despunté en los excesos. Ora hiperactivo. Ora estudiante de sobresaliente. Ora medallista en competiciones deportivas. Ora juerguista incansable de la ruta del bacalao.

Donde existía un grupo, crecí líder. En la escuela, fui casi siempre delegado de clase. En la universidad, líder estudiantil. En el mundo corporativo, directivo de éxito. En el ámbito empresarial, emprendedor de prestigio. Las mujeres también se me dieron bien. Tuve pareja, sin descanso, desde los catorce hasta que me casé con veintisiete. La calle y la religión fueron mi única escuela sobre mi sexualidad y sobre mi relación con lo femenino.

A los treinta y pico descubrí que no era feliz. Que nunca lo había sido. Tenía lo que se suponía debía de tener. Mujer, hijo, reconocimiento, casas, dinero, éxito. Pero me sentía vacío. Empecé a provocar el cambio. Primero, de una manera caótica. Sin saber muy bien de donde venía. Ni hacia donde iba. Luego, con algo más de ayuda y dirección. Me reconocí ignorante de mi realidad emocional, incapaz de sonreír espontáneamente o de enfadarme con comodidad. Me supe rebelde de una sociedad cuyos valores me repugnaban. Me vi huérfano de estilo de vida. Todo me resultaba gris y aburrido.

Hoy, sin embargo, empiezo a sentir que disfruto de la vida. Como motor único de mi devenir. Como director de excepción de mi cambio. Como testigo privilegiado de mi propia evolución. Como aventurero de un vivir distinto, nuevo. Donde el verdadero amor y la libertad íntima son tan cotidianos y tan espontáneos como el comer y el dormir.