en la boda sagrada de Tetis, diosa del mar de
profundidades claras, y Peleo, mortal bendito
por los cielos, se alzaba la música divina y las
danzas inmortales. mas no toda dicha
permanece sin mancha, pues desde lo alto del
etéreo olimpo descendió un fruto de oro,
brillante cual sol naciente, marcado con letras
que decían: «para la más bella».
en torno a aquel premio, fulgor de rivalidad
prendió entre tres de las diosas eternas: Hera,
de majestad regia, Atenea, de los ojos glaucos
y sabiduría infinita, y Afrodita, radiante en
gracia y amor sin límites. así estalló el germen
de discordia, la semilla amarga que habría de
regar tragedias en la vasta tierra.
las diosas, encendidas por la contienda, alzaron
su súplica al cronida, padre de dioses y
hombres, rey del trueno y la tormenta. pero
Zeus, sabio en su poder y cansado de querellas
vanas, rechazó tomar partido. “no me
concierne, ni a mí ni al olimpo, tal elección
trivial que enfrenta a hermanas eternas,”
sentenció.
y, buscando árbitro justo, la mirada del olímpico
se posó en un pastor mortal, un joven que
cuidaba sus rebaños en las laderas del Ida. páris
era su nombre, destinado por los hados a ser
juez de las divinidades. en sus manos humanas,
temblorosas y sin gloria, Zeus colocó el peso de
la decisión, encendiendo el fatídico hilo del
destino que habría de tejer diez años de sangre y
dolor. así, con aquel juicio, se abrió el camino a
la guerra, a la caída de troya y al sufrimiento de
héroes inmortales en la memoria.