podría haberse apartado, sí. Podría haber respondido con el mismo filo, replicando la violencia, devolviendo la amenaza con igual precisión. Pero no lo hizo. No lo haría. Porque aquella proximidad lo fascinaba. Lo envenenaba dulcemente. Adoraba el roce involuntario del otro, la forma en que su cuerpo invadía el espacio entre ambos, esa línea invisible que separaba el control de la entrega. Sus ojos —oh, sus ojos— se clavaron en los ajenos. Dos cristales teñidos de un carmesí idéntico al suyo, el color de la sangre en el crepúsculo, el tono del corazón abierto al aire.
Tan exactos. Tan prístinos. Tan terriblemente familiares. Aunque no fueran los mismos que conociera antaño, conservaban un fulgor inconfundible: la huella de lo que una vez fue suyo. Y lo seguirían siendo, aunque el mundo se reescribiera mil veces. Porque nadie más que él tenía el poder de decidir qué era suyo y qué no.
Y esa criatura —tan frágil, tan hermosamente corruptible— sería suya. Pero todo a su tiempo. Siempre había sabido esperar. La paciencia era su arma más silenciosa, su virtud más cruel.
sus manos se cruzaron tras la espalda. El gesto era simple, casi inofensivo, pero escondía la tensión de un depredador que contiene su instinto. Su rostro, por otro lado, se deformó en una sonrisa. No una cualquiera, sino una sonrisa inquebrantable, casi mística, tan perfecta en su quietud que parecía esculpida sobre mármol. Era el tipo de sonrisa que hace retroceder incluso al valiente, que hiela la médula de quienes la miran demasiado tiempo.