La vida es un delicado equilibrio entre momentos de alegría y tristeza, y su fragilidad es una realidad que a menudo tomamos a la ligera. Cada día que pasa, nos acercamos a la inevitabilidad de que todo lo que conocemos podría cambiar en un instante. No importa cuántas veces nos digan que debemos vivir el presente, hasta que no nos enfrentamos a la pérdida, no comprendemos verdaderamente lo efímera que puede ser la vida.
Cuando la vida se ve truncada de manera inesperada, el vacío que deja es insondable. La melancolía se instala en lo más profundo del alma, como un huésped no deseado que nunca se va por completo. Esa sensación de que algo quedó sin decir, de que algo quedó sin hacer, es un peso que uno lleva consigo, un recordatorio constante de que lo que era, ya no es y nunca volverá a ser igual.
He llegado a comprender esto de la manera más dolorosa. Durante mucho tiempo, creí que habría tiempo, que siempre habría una oportunidad más para estar con aquellos a quienes amo. Me engañé pensando que las conexiones que formamos durarían para siempre, que los días seguirían inalterados, y que las personas que conocí en mi vida siempre estarían allí. Pero la realidad me golpeó de manera cruel. Mi amigo, con quien en el pasado compartí momentos increíbles, ya no está aquí. Quizá, ya no éramos cercanos como antes, pero la pérdida es demasiado grande.
A veces me pregunto qué diría si pudiera retroceder el tiempo, si pudiera tener una última conversación con él. Pero esas preguntas solo sirven para aumentar el dolor, porque sé que ya no hay vuelta atrás. Lo único que puedo hacer ahora es aprender de esta pérdida, recordar los buenos momentos y tratar de no cometer el mismo error con las personas que aún están a mi lado.