lo miraron con intensidad y Uriel vio un ansia
desesperada en ellos, una necesidad infantil de… ¿De qué?
—¡Sí! —gritó—. Venimos de la montaña de los Guerreros de Hierro, pero somos
sus enemigos.
—¿También sois desechados? ¿No sois amigos de los hombres de hierro?
—¡No! —siguió gritando Uriel para que todos los sinpiel lo oyeran—. ¡Odiamos
a los hombres de hierro! ¡Hemos venido a destruirlos!
—Os he visto antes —gruñó el jefe de los sinpiel—. Os vi matar a los hombres de
hierro en las montañas.
(l)
—Lo sé. Lo vi.
—¿Matáis a hombres de hierro?
—¡Sí!
—¿La carne de madre está en ti?
Uriel asintió y la criatura habló de nuevo.
(esta parte es sad)
—Las madres de carne de los hombres de hierro nos hicieron así de horribles,
pero el Emperador no nos odia como lo hacen los hombres de hierro. Él todavía nos
ama. Los hombres de hierro quieren matarnos, pero nosotros somos fuertes y no
morimos, aunque eso sería bueno para nosotros. Ya no habría dolor. El Emperador
haría desaparecer el dolor y nos haría nuevos otra vez.
—No —contestó Uriel al entender por fin que aquella criatura, a pesar de su
tremenda fuerza y enorme tamaño, no era más que un niño dentro de un cráneo
monstruosamente sobredimensionado.
Hablaba del amor del Emperador con la
sencillez y la claridad de un niño.
Cuando Uriel miró con más atención sus ojos, vio
un ansia irreprimible de compensar su aspecto odioso
—. El Emperador os ama. Él
ama a todos sus hijos.
—¿El Emperador te habla? —le preguntó el jefe de los sinpiel.