He vuelto. Y no como el fantasma que solía fingir ser, sino como el eco punzante de aquello que tanto detestaron. La máscara, esa obra maestra de la indiferencia alegre, ha caído hecha añicos, revelando no solo el rostro, sino la herida.
Ya no me importa el artificio. Con una rendición que roza lo blasfemo, permití que sus ojos se saciaran en el espectáculo cruento de mi agonía interior. Que bebieran de la fuente amarga de mi quiebre.Y así fue como se enteraron de la verdad insoportable:
Aquella sonrisa, esa curva luminosa que ellos envidiaban o admiraban, no era un faro de felicidad, sino el sello de un pacto macabro. El precio de la calma aparente era la crucifixión silenciosa de mi verdadero yo.
Era el telón levantado sobre el más desgarrado de los escenarios.Comprendieron, quizás demasiado tarde, que detrás del brillo más radiante, allí donde creían ver la plenitud, residía en realidad el alma más devastada, un osario de esperanzas muertas, un campo de batalla donde ya no queda nada por salvar, solo ruinas envueltas en la niebla del dolor inconfesable.
Mi felicidad, ahora lo saben, no era más que el epitafio poético de mi propia destrucción.