la bella glicina, cual dejaba ver sus flores color lavanda, danzaba libremente en aquel lugar desolado. ninguna otra flora solía frecuentar por allí, con algunas excepciones, mas aquella planta encontraba la serenidad de aquel sitio incomparable a ninguna otra, perfecta para poder practicar los pasos de su danza tradicional sin nadie que pudiera verla —o eso era lo que esperaba—. sostenía en una de sus manos una especie de palo, el cual se adornaba con las mismas flores de su cabello, tintadas exactamente del mismo tono.
no había notado la presencia de alguien más en aquel lugar, quien la observaba a cierta distancia y que —al parecer— en cualquier momento se acercaría, por lo que continuó con su acción de forma despreocupada.