Las sombras de Lilith y Oleg se confundían con las de los árboles de la avenida; ambas se intercalaban cuando el husky pelirrojo conseguía alcanzar la velocidad a la que corría la rubia. Pero aquello no duraba más de dos segundos.
Las pisadas de la joven eran tan precisas y tan incompletas, que parecía no tocar el suelo. A simple vista parecía un reflejo de cómo se sentía: flotante.
No recordaba la última vez que había podido correr durante más de cinco minutos sin tener que detenerse, sin ahogarse. Aquello ya no era frustrante; no, al menos, del modo que solía serlo.
Sin embargo, las preguntas para Lilith no habían terminado; más bien, todo lo contrario. Distintas dudas, distintas respuestas, distintos modos de encontrarlas.
¿Cómo había ocurrido? ¿Era, acaso, un milagro? Y si lo fuera, ¿un milagro como aquel tenía explicación?
Quería decírselo a su madre. Quería decírselo a su hermana. Quería decírselo a su novio. Quería decírselo a sus amigas. Quería decírselo a sus amigos. Quería decírselo a los desconocidos. ¡Quería decírselo a todo el mundo!
Pero no podía hacerlo. Por el momento, no debía.
No, al menos, hasta que descubriera qué estaba sucediéndole.
Lilith corría tanto, que parecía huir de algo. ¿De la salida del sol, quizás? ¿De Goran? ¿De su insistente preocupación?
Se detuvo bajo una farola. No fue necesario que recobrara el aliento, y aquello le habría sorprendido de no ser por el recuerdo que emergió de su memoria.
La última vez que estuvo allí, en aquel mismo lugar, huía de algo; las circunstancias eran deprimentes, su estado también, y luchaba por poder llorar sin ahogarse en el intento. Pero no estaba sola. Alguien estaba allí también. Y a partir de aquel momento...
—Sora...
Los ladridos de Oleg avisaron de la salida del sol, y para cuando Lilith quiso darse la vuelta, la resplandeciente luz del amanecer pellizcaba sus cabellos rubios (curiosamente enrojecidos) y su pálida piel de porcelana.
Intentó sonreír.