En el monte callado, dormido y sin prisa,
se alza un ciervo inmóvil, de noble silueta,
con los ojos clavados en la luna, hechizado,
como si el cielo le susurrara un poema.
No hay rugido ni sombra que turbe su calma,
ni el silbido sutil del viento que pasa
moviendo, apenas, las plantas sedientas
de aquel suelo seco que casi no canta.
Está solo… pero no se siente perdido.
No ve al mundo. No escucha el latido
de la tierra cansada ni el rumor del olvido:
solo mira hacia arriba, absorto, rendido.
La luna, redonda y bañada en misterio,
lo envuelve en su luz, lo vuelve etéreo.
Y el ciervo, sin miedo, sin hambre, sin guerra,
parece amarla como nunca amó la tierra.