Me siento como un gato echado sobre el respaldo del sillón, mirando a través de la ventana cómo los demás pasan por las calles, agitados, riéndose, enérgicos...
Siento que las garras me pican, queriendo arañar algo para plasmar lo que me embarga; pero me quedo quieta, extrañamente cómoda en el mullido sillón, como si hubiera pasado tanto tiempo sobre él, para formar un solo ser; me la he pasado encerrada en casa, sin razones para salir, si en este espacio tengo comida, comodidades, cariño... Ni siquiera me replanteo la idea de salir en mis celos, ¿porqué debería salir a lo desconocido, si en esta prisión tengo todo lo que necesito?, supongo que me he enamorado de mis barrotes, me he vuelto conformista, sí, porque me aterra explorar, salir y terminar peleando en la oscuridad de algún techo, o dejarme arrastrar por el calor de mi intimidad.
Tengo miedo, aunque no lo parezca al arañar las cosas preciadas de mi dueño, aunque arañar me libera, como si aquello me despejara de aquella ventana que demuestra en su borde un mundo tan cercano, y a la vez, tan inalcanzable. Me aterra creer que algún día el gorgoteo de mis emociones y sentimientos sea tan intenso que me deje varada en un llano de incertidumbre...
¿Qué haría entonces, sin este sillón, sin esos atardeceres junto a mi dueño, sin esta estúpida sensación de refugio que he construido en mi intento de evitar mis sueños?
Los rasguños tatuados en las cosas reflejan lo inevitable: la imperfección. ¿Entonces por qué me causa tanta desazón lo hecho por mis manos? Cada marca es un testimonio de que el mundo no se ajusta a nuestras expectativas, entonces, sigo sin entender porqué me aferro tanto a un sillón detrás de una ventana que demuestra mis oportunidades, ¿a qué le temo tanto, a no ser capaz de comprenderme, o a descubrir que al cruzar la ventana, siga encontrándome igual de infeliz que antes?