En cada rincón, los cuatro elementos recogen trozos de vida, hechos que nadie registra, innumerables historias que se quedan en la impaciente espera de ser contadas. 

   Así, esperando, algunas flotan durante siglos en las corrientes de las aguas; otras vuelan grandes distancias con el viento; en ocasiones arden sin consumirse, caen desde las nubes, o se ocultan bajo la superficie del suelo, existiendo de esta forma hasta que alguno de nosotros decide un día coger un lápiz. 

   Porque de alguna manera esa decisión nos contacta con la tierra, y en esa conexión, las imágenes, los rostros, los hechos y las emociones, atrapadas durante siglos en alguno de los elementos, explotan en libertad e invaden nuestros sentidos, fluyen por nuestras entrañas, y creyendo que es la imaginación, el talento o simple inspiración, comenzamos a transformar todo aquello en símbolos de tinta, plasmados en el orden preciso sobre una hoja de papel. Así, convertidos en la expresión misma de la tierra, registramos en el infinito inventario de la literatura, una historia más de este fascinante planeta. 

   No somos autores de nada, no creamos ficciones. Cada personaje, cada entorno y cada escena existieron en algún lugar, quizás muy lejos, en algún tiempo, quizás hace siglos, haciéndose sentir siempre en los ocasos del día, en el fuego del sol naranjo del crepúsculo, en el caminar sobre las tierras del campo, en el viento ruidoso de la ciudad, o en la llovizna que provoca el reventar de las olas. 

   Autora es la tierra, que nos creó bajo su manto de cielo azul, nos arrulló en sus aguas, y nos regaló la vida. Nosotros, los que escribimos, estamos muy lejos de ser aquello. 

   Nos llaman escritores. A veces, descaradamente, nos autodenominamos como tal, pero no es verdad. Solo somos terminales de la tierra.