Me estoy pudriendo…
          
          No es una metáfora. Lo siento en la piel.
          La carne duele de tanto estar viva. El aire pesa.
          Estas cuatro paredes acolchonadas, pintadas de blanco, no son un refugio…
          Son una condena disfrazada de cuidado.
          
          El blanco no significa paz. Significa ausencia. De color. De alma.
          De él.
          
          No puedo dormir. Hace días. Semanas. O meses.
          Aquí el tiempo se rompe.
          El reloj de la pared no tiene manecillas. El sol entra solo por una rendija. Y aún así, lo sigo viendo.
          A veces está sentado frente a mí.
          A veces lo escucho desde la puerta.
          Y otras, simplemente… lo sueño.
          
          Pero no son sueños. No.
          Son recuerdos disfrazados de pesadillas.
          O pesadillas que alguna vez fueron verdad.
          Ya no sé.
          
          Me dijeron que lo inventé.
          Que no existe. Que es producto del trauma.
          ¿Pero cómo explico el olor a él cada vez que despierto?
          ¿Cómo explico que escucho su voz cuando me miran a los ojos?
          
          —“Eres mío.”
          Eso decía.
          Y quizás lo soy.
          Quizás una parte de mí jamás escapó. Quizás una parte de mí no quiso escapar.
          
          ¡¡¿Qué quieres de mí?!!
          Grito, a veces, cuando la sombra se alarga por la pared.
          Pero no hay respuesta.
          Solo el silencio que me observa con paciencia.
          Solo el latido de mi propio miedo.
          
          Paso por paso, cada uno resuena con fervor, dictando mi condena.
          Siento sus manos sobre mi cuello, su aliento detrás de mi oído.
          Sus labios diciendo mi nombre como si fuera una oración torcida.
          
          —“&@:@**+>…”
          —“&@;@**+>…”
          
          Y yo lloro.
          Porque no sé si quiero que se detenga…
          O que regrese.