El arcángel de la luz—cuyo nombre significa ¿Quién como Dios?—clavaba en su hermano caído una mirada fría, inhumana, como el acero antes de un tajo.
Lucifer, herido, retrocedía arrastrando las alas desgarradas. Y aun así, sonreía.
Una sonrisa cínica, confiada, amarga.
Sabía las órdenes. Sabía lo que el Padre había dicho.
“Derrota a Lucifer… pero no lo mates.”
Miguel, el Primero entre los ángeles, escuchaba aún resonar esas palabras en su mente. Pero también veía—más allá del presente—las cicatrices del futuro.
Sabía exactamente lo que sucedería si dejaba con vida a su hermano.
Lucifer lo sabía también. Y por eso, con burla en los labios, le escupió con sorna:
—¿Qué esperas? Vamos, Miguel… no puedes matarme. No tienes permiso.
Miguel no respondió con palabras. Solo acercó la punta de su lanza a centímetros del rostro de Lucifer. Tan cerca, que el reflejo del arma brillaba en las pupilas del caído.
Su voz, tras el yelmo celestial, fue un susurro helado:
—Ya vi lo que va a pasar.
La sonrisa de Lucifer se apagó.
—¿Qué…? —balbuceó, temblando. Un estremecimiento atravesó su ser al mirar esos ojos. No había compasión allí. No había rabia. No había rencor.
Solo una decisión irreversible.
Miguel habló, mientras el Cielo entero contenía el aliento. Ángeles y serafines callaban. Y desde el Trono, incluso Dios observaba en silencio.
—He visto los horrores incontables que cometerás.
—La lanza no se movía, seguía firme, en su lugar, amenazante.—
Puedo terminar con todo eso aquí. Ahora. Antes de que empiece.
Lucifer temblaba. Por primera vez, el Príncipe del Orgullo conocía el miedo verdadero.
El arcángel alzó la voz, firme, resonante, como un trueno que quiebra la eternidad:
—¡EL CICLO TERMINA AQUÍ!
Lucifer gritó, no de dolor, sino de terror. Un terror absoluto, ancestral.
—¡UN SOLO ACTO TERRIBLE PARA EVITAR CIENTOS MÁS!
La lanza tembló un instante, como si todo el universo dependiera de ese movimiento.
Y entonces…
Miguel bajó el arma.
