Florecer sin manos.
Y aún así… florecer.
Si tan solo supieras conjurar el verbo habitar,
mi pecho —jaula blanda, altar sin cerrojo—
se abriría sin herirte,
y mi amor…
no caería como un vaso roto,
sino que temblaría en tus manos
sin desbordarse,
como un rezo que no exige fe,
solo silencio.
Serías sostén,
no por deber,
no por peso,
sino como quien se deja atravesar
por la lágrima de otro
y no huye.
Como quien siente florecer en sí
la savia ajena
y no la arranca.
Pero si no lo entiendes…
no temas.
Yo ya aprendí a deshojarme sin manos.
A parirme sin testigo.
A ser jardín
sin nadie que lo mire.
He aprendido a florecer
con el cuerpo en ruinas
y la ternura intacta.