Rápidamente, una jovencita de aspecto desaliñado se dirigió a la mujer de hebras blanquecinas; atrofiada después de una noche que claramente le había azotado con kilos de trabajo.
Acercó la palma a la oreja de Isabel con un gesto casi cómico, como si estuviese pronunciando un secreto mortífero del más alto calibre. La superiora sin embargo, no se inmutó en lo absoluto; simplemente mantuvo su silencio con aquella curvatura en sus labios, meditando su siguiente movimiento pacientemente.
—Ah… De verdad me apena, pero creo que deberé irme, señorita Amelia —hizo un pequeño ademán a la jovencita a su lado, cargando un comando mudo que se cumplió al instante—. No se preocupe, estaré dejando a una de mis más queridas damiselas con usted.
Su sonreír se ensanchó al escuchar tacones galopando contra el suelo, dirigiendo la mirada hacia la mujercita que se abría paso con un caminar lento; iluminada tenuemente bajo el resplandor áureo de aquel establecimiento clandestino.
—Diana, conoce a la señorita Amelia. Estarás encargada de hacerle compañía esta noche.
Isabel hizo un pequeño gesto con la cabeza hacia la muchacha, insinuando un acercamiento entre ambas. Sin palabra alguna, Diana se sentó junto a su respectiva clienta, cortando el especio personal en un abrazo íntimo.
—Gracias, señora Isabel —murmuró con suavidad, escondiendo el rostro en el cuello ajeno—. Me aseguraré de mantenerla satisfecha.
Las despedidas de aquella mujer fueron rápidas, dejando un par de llaves en la mesa frente a ambas y desapareciendo de la escena junto a su asistente; presumiblemente a tratar a otros clientes “especiales”.
—Entonces…
Jaló de la ropa ajena para revelar más piel, observando la marca de su beso que dejó cuando se refugió en el hombro ajeno. Las palabras se le escapaban con una mezcla de lujuria y monotonía, los ojos empañados por una tristeza imborrable anclados a las facciones de su compañera nocturna.
—¿Empezamos?
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