La noche anterior me he emborrachado. Es peculiar la sensación de como unas botellas te hacen olvidarte de todo por unas horas, de los exámenes, del dinero, de conseguir trabajo, obligaciones morales contigo y con los demás.
Me gusta esa sensación, el embriague que hace que dejes de ser humano por unas horas, donde tu más salvaje instinto te guía a hacer lo que tienes prohibido.
Anoche me emborraché, más que compartir, quería abandonar mi cáscara humana un par de horas. Olvidar todas las maldiciones que acarreo.
Enterarme que la muchacha que invité estábamos roce de nariz con nariz, boca con boca, mientras el pololo estaba ocupando el cuarto de baño.
La alegoría, el baile, el alcohol volando, la música fuerte, las estrellas de la calle, el mareo, las charlas filosóficas en tu estado más salvaje, el repartirles piquitos y besos a otro par de muchachas que esa noche se encontraban presentes esa noche de tanto desenfreno y lujuria, donde mi yo oculto se liberó un par de horas.
Esa noche mi cáscara llamada cuerpo no acarreaba a Pedro, esta vez tenía a Leonardo.
Caminar a las cuatro de la madrugada junto a la línea del tren, mientras la oscuridad empezaba a carcomerme la médula.
De todas formas fue un buen cumpleaños, y vaya que la pasé bien entre ese frenesí hiperquinetico de locura malgastada, donde el festejo y el baile durante ese tanto de horas, fue todo lo que existió.