¿dónde se hallaba...? hubiera aseverado, con la obstinación ciega de un condenado, haber percibido su eco, el leve murmullo de una presencia cuya existencia acaso nunca fue más que un espejismo. incluso, en la bruma lacerante de su mente disgregada, habría jurado —con la fe torpe de los desahuciados— haber entrevisto su figura, una sombra inconsútil deslizándose entre los repliegues de su quebranto. pero entre el vértigo de sus delirios y los retazos ilusorios de un pasado que, en rigor, jamás existió, no podía discernir si aquella percepción había sido el último artificio de su mente colapsada o un vestigio real extraviado en algún pliegue del mundo. y sin embargo, rehusaba desterrar la idea. no aún. en algún rincón, quizás, podría hallarlo.
no lo buscaría con el frenesí propio del desesperado. ¿para qué agitar las aguas quietas del destino? tal vez —acaso como un acto cruel del azar, o por la burla de algún dios senil o una entidad desconocida— sería él quien vendría. vendría por propia voluntad. y si ese improbable designio se consumara, no cometería la cobardía de huir. no otra vez. porque así estaba escrito en el pergamino marchito de su ahora vida: un retorno perpetuo a la misma agonía, una suerte de muerte irresuelta donde la existencia no es más que el eco residual de sus errores. errores que lo encadenaban al umbral de lo irredimible. lo merecía. lo seguiría mereciendo. y su condena era aceptarlo, sin resistencia alguna, como quien abraza la soga que lo estrangulará.
avanzaba. lentamente, sin prisa ni dirección, como quien se interna en una geografía ajena. cada paso era vacilante, una interrogación formulada a un suelo que ya no reconocía. aquel lugar —ese fragmento de mundo— no era el habitual, y esa sola certeza bastaba para tornarlo aún más vulnerable.