Moritza
Ayer Moritza se quebro por mi culpa. Yo sabía que no iba a ser eterna, pero aun así me aferré a ella, hecha de cerámica y sin vida, sin alma propia. No era más que un objeto, una pertenencia, pero aun así sufrí la pérdida. Ella era inherentemente quebradiza; en cualquier momento podía haber caído. ¡No fue mi culpa! Pero aun así me lamentaba por eso. Si no la hubiera dejado caer, si la hubiera protegido más, mi mente se carcomía devorosamente.
Después de unos días, Moritza seguía rota, igual que antes. Nada iba a cambiar a pesar de mi tristeza. Pronto, puse a Moritza en mis manos, cavé un pequeño hueco en la tierra y puse allí aquel pedazo de cerámica roto. Lo olvidé. No olvidé su nombre ni cuál fue su final, pero olvidé mi culpa y todo lo que me hizo dudar. La cerámica rota ya no representaba mi error. Vivió en mis recuerdos, pero no en mi corazón.
Gracias, Moritza.