Se ha tropezado y caído, hundido en su propio vómito; un galimatías de excusas que ni él a día de hoy es capaz de creer. Un nudo de extremidades que intenta ponerse de pie, pero que se cansa y se agota.
A veces se avergüenza por lo que es, por lo que hace, e intenta esconder el rostro entre sus manos, pero se le pegan, como la cera derretida, y rápidamente se convierte en alguien que no sabe dar la cara, que se esconde entre sus propias lágrimas, que se pierde entre sus sollozos, y que, lo único que quiere, en realidad, es poder apagar el fuego que le está quemando la cara.
Es una amalgama de palabras, un monstruo que vaga por las calles sin un nombre ni un rostro que pueda llamar suyos. Y quizás, solo quizás, sea verdad que se está ahogando en su propia desesperación, hundido, ahogado en un mar que en realidad se siente como un desierto, siempre apresado, siempre sofocado, con calor, con dolor, con agonía, quemándose hasta derretir todos sus órganos, que se chamuscan, que se crispan mientras sueltan chispas.
Las palabras salen de su boca como un montón de babas, vomitando sobre su ropa, viéndose miserable y lamentable frente a los demás, y se avergüenza, quiere esconderse, huir, hacer cualquier cosa con tal de que no lo vean de esa forma; deshilachado, hecho a trozos, descuartizado por su propia sierra.
Se amputará la cara con tal de que no le reconozcan y se destrozará el cerebro con un mortero para así no recordar ni siquiera su nombre, pues, de esa forma, todo será mucho más fácil: sin oportunidad de evocar quién fue y qué era exactamente lo que hacía que no se sintiera humano, que su carne fuera diferente a la del resto.