Buenos días, mon chérie. Hoy me desperté temprano y dije: «Debo darme un momento para hablarle a la persona más hermosa, bella y elocuente de este universo». Y aquí llegué, para verte; pero, además, tengo unas ganas inmensas de recordarte, incluso si ya sabías, que te amo. Que te amo y que no dejaré de hacerlo aunque se extingan las llamaradas de las hipernovas y no tengamos más lluvias de estrellas en septiembre.
Te amo, y te amaré. Te amo, y gracias.
A vos, que sos el todo, que completas mi nada, que reconstruyes cada sentir. Que existís a la par de lo que —probablemente— jamás existió, ya que, al menos yo, no creo en seres perfectos y comunes. Pero, ¿qué puedo decir entonces? Quizás deba expandir los horizontes e indagar, porque creo que representas perfección. Perfección gélida. Perfección que añoro.
A vos, perfecto.
Perfecta.
Mío.
Mía. (Me encantas).
Amor frecuente.
Eterno,
y no de pocos días.
Sin mediocridad funebre, o lamentos. Consumámonos.
Hagamos. Seamos uno.
Uno aquí, dos allá.
De noche soleada.
Con felicidad ilícita, mas no permanente.
Bésame y atraviesa mi alma en un suspiro.
Quédate.
Vuela.
Que el bosque entero enmudezca,
que sólo importe tu respiración contra
mis labios mientras cae la luz y se marchita
la lluvia.
Devotamente tuyo,
y enamorado hasta los huesos,
Daraen L. Sandoval.
