parasi-te
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La tarde se alzó más rápido de lo que creyó; este podría haber sido un simple sábado dónde se la pudo pasar en casa tomando su debido descanso después de la semana tan revoltos que tuvo, así debía ser hasta que extrañamente su madre decidió que era buena idea ir todos en familia al cine como una manera de convivir los cuatro. Eso casi lo hizo reír. Casi.
          
          No había nada que convivir con los cuatro. Y, obviamente, se iba a negar a ir, lo que menos deseaba era salir de casa y ser arrastrado por su madre a cada tienda que vea mínimamente interesante, siendo el cargador de bolsas al final del día. Debía negarse.
          
          Pero no lo hizo a tiempo. Por eso ahora se encuentra bajando del auto al estar fuera de la entrada de aquel gran centro comercial, dónde al adentrarse se veía directamente el cine. ¿Por qué debía ser aquí? Tenían lo suficiente en casa para ver algo cómo si fuese el cine; bueno, a palabras de su progenitora, era una manera de hacerlos tomar aire fresco. Aunque eso él ya lo hacía todos los días.
          
          De igual forma no la contradijo, no tenía caso hacerlo. Solo siguió adelante, casi que quedándose atrás mientras esperaba que compraran tanto las entradas como la comida. Para ser sincero, quiso escapar, de no ser por estar sintiendo la constante mirada de su madre encima suyo ya lo habría hecho. Por Dios, tiene veintiséis años y aún sigue sintiéndose muy amenazado ó regañado con las miradas de aquella mujer.
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Siguió con la vista cada movimiento del hombre cuando este sacó su teléfono; el pequeño respiro que eso le brindó fue casi un lujo. En esos segundos de aparente distracción ajena, notó cómo su propia respiración se volvía más ligera, casi normal. Pero la calma duró lo que un parpadeo. Cuando los ojos del otro volvieron a posarse sobre él, sintió cómo algo en su interior se crispaba, y obedeció al impulso de desviar la mirada, fingiendo interés en cualquier cosa con tal de no colapsar en su propio desconcierto.
            
            ──No, gracias por tu tiempo, y por lo de la cartera.── alcanzó a decir, la voz algo más baja, casi contenida. Hizo una pausa, sintiendo el calor subir otra vez hasta sus mejillas, una especie de fiebre autoinfligida. ──Y, bueno... lamento lo de la otra vez.── Las palabras se le escaparon torpes, pero sinceras, suspendidas entre la culpa y una torpe necesidad de cerrar el capítulo que, para su desgracia, aún seguía abierto.
            
            Por un momento, la idea de salir corriendo se volvió absurdamente tentadora; podía imaginarse ya atravesando el umbral, dejando atrás toda posibilidad de volver a hacer el ridículo. Y casi lo hace, de no ser porque la dichosa cartera —esa traidora— decidió deslizarse de su bolsillo y caer con un golpe seco al suelo. Ah, claro. Aún no había terminado de arruinarle el día.
            
            Soltó un suspiro resignado y se agachó para recogerla, lanzándole una mirada que mezclaba cansancio y desdén, como si aquel objeto tuviera voluntad propia. Cuando volvió a erguirse, se obligó a mirar al hombre una última vez. Le dedicó una sonrisa—esa misma, la cuidadosamente practicada, la que parecía amable pero no dejaba ver el caos interno—y levantó la mano en un gesto de despedida algo torpe. No iba a estrecharle la mano; con la humedad que sentía en las suyas, solo habría sumado otra tragedia a su ya extenso repertorio del día.
            
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Con el paso de los años, aquella etiqueta de "niño rico" había mutado en "hombre rico", como si la edad y la fortuna bastaran para otorgarle una identidad coherente. A veces alcanzaba a oír, entre los murmullos de las sirvientas —a quienes rara vez dedicaba una mirada—, esa entonación melosa con la que celebraban que "ahora sí" era un hombre completo, rico en todos los sentidos. Aquellas palabras solían arrancarle una mueca breve, una sonrisa fabricada con precisión quirúrgica; el gesto perfecto para ocultar el vacío que ni él mismo sabía nombrar.
            
            Y era justamente esa sonrisa —esa máscara ensayada hasta el agotamiento— la que lucía frente al hombre llamado Zyan. No porque supiera cómo reaccionar, sino porque no tenía idea de qué otra expresión usar en una situación tan incómoda. Se limitó a asentir con educación, mientras su mente, dócil y metódica, se encargaba de registrar cada palabra ajena con una atención casi obsesiva, como si tomara apuntes de algo crucial que no debía olvidar.
            
            ──No lo dudo.── murmuró, casi para sí, con ese tono que uno usa cuando intenta convencerse de que no va a volver a tropezar con la misma piedra... aunque, en su caso, la piedra servía tragos y tenía una apariencia peligrosa. Sabía perfectamente que, si cometía otra torpeza en aquel bar, terminaría vetado sin remedio. Y sí, podría solucionarlo con un par de llamadas, un cheque generoso y su mejor cara de empresario arrepentido, pero el asunto no era ese. No se trataba de dinero, sino de no incomodar más al otro.
            
                
                  
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ㅤㅤㅤعے㍘︵ㅤ ㅤ Mantener la distancia no debía ser tan arduo... al menos en teoría. No existía motivo alguno para que no lograra difuminarse entre el entorno, volverse una sombra más entre la multitud. Y aun así, una parte de él —la más insensata, aquella que siempre encontraba deleite en sabotear su compostura— insistía en el anhelo pueril de volver a probar aquella bebida funesta. El líquido responsable de su desvarío, de su bochorno y, por extensión, de la ruina momentánea de su ya frágil dignidad.
            
            Ninkyō sabía que, si algo se le había dado bien desde la infancia, era el arte de desvanecerse del campo visual ajeno. Había convertido el sigilo en una suerte de disciplina doméstica, moviéndose entre los pasillos y rincones del hogar familiar con la precisión de una sombra entrenada. Evitaba tanto a sus progenitores como a las sirvientas, con la eficacia de quien comprendió demasiado pronto que la invisibilidad podía ser una forma legítima de supervivencia.
            
            Claro que aquella habilidad no siempre le resultó ventajosa. En más de una ocasión, sus ausencias le acarrearon reprimendas —curiosamente, más de las sirvientas que de sus propios progenitores, quienes, suponía, ni siquiera reparaban en sus desapariciones—. Según ellas, debía conservar cierta presencia, la compostura de quien había nacido entre sedas y mármoles, y no conducirse como un simple mortal con jornada laboral y sueldo limitado. Irónicamente, eran las mismas que se escandalizaban cuando, en sus contados intentos por obedecer, terminaba comportándose justo como el "niño de cuna dorada" que tanto afirmaban detestar.
            
                
                  
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