La noche había caído en la prisión, trayendo consigo el usual silencio inquietante roto solo por el ocasional grito de algún recluso o el sonido de los pasos de los guardias. En la celda, Orlando estaba inquieto. Caminaba de un lado al otro, moviendo las manos como si tratara de resolver un problema invisible. Arturo lo observaba desde su litera con el ceño fruncido, sin entender qué le pasaba a su compañero.
—¿Qué carajo te pasa? —preguntó Arturo finalmente, dejando la revista que estaba leyendo a un lado.
Orlando se detuvo abruptamente, mirándolo con una sonrisa nerviosa.
—¿A mí? Nada. Todo bien, como siempre.
—Sí, claro, porque caminar en círculos como un loco es completamente normal —dijo Arturo con sarcasmo.
Orlando soltó una risa breve y nerviosa, frotándose la nuca mientras volvía a sentarse en la litera opuesta.
—Es que, no sé, hoy estoy... inquieto.
Arturo levantó una ceja, cruzando los brazos.
—¿Inquieto por qué?
Orlando desvió la mirada, como si buscara una respuesta en los muros de la celda. Finalmente, soltó un suspiro y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Solo he estado pensando en cosas, ya sabes... reflexionando.
—¿Reflexionando sobre qué? —preguntó Arturo, mirándolo con desconfianza.
—Sobre la vida, las decisiones, todo eso —respondió Orlando rápidamente, agitando las manos como si quisiera restarle importancia—. Pero bueno, no quiero aburrirte con mis rollos existenciales.
Arturo rodó los ojos, volviendo a recostarse en su cama.
—¿Sabes qué? Haz lo que quieras, pero deja de andar como perro sin dueño. Me pones nervioso.
Orlando rió, pero esta vez su risa sonaba forzada. Se quedó en silencio por unos minutos, mirando el suelo, mientras Arturo volvía a su revista. Finalmente, habló otra vez.
—Oye, Arturo...
—¿Qué? —respondió sin levantar la vista.