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Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, intentando forzar el sueño, cuando sintió un peso repentino a su lado. La cama se inclinó ligeramente bajo la presión, y Arturo abrió los ojos de golpe, parpadeando con confusión. Giró la cabeza, y lo que vio lo dejó completamente atónito: Orlando estaba sentado a su lado. 
          	
          	—¿Qué carajos estás haciendo? —dijo Arturo, todavía aturdido, mientras su rostro comenzaba a calentarse.
          	
          	Orlando no respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó un poco más, apoyando una mano en el colchón junto a Arturo, arrinconándolo sin dejarle espacio para moverse.
          	
          	—No puedo más, Arturo —dijo finalmente, su voz baja pero firme.
          	
          	Arturo lo miró con los ojos muy abiertos, su rostro enrojecido por la cercanía.
          	—¿Qué diablos quieres decir con eso? ¡Sal de mi cama ahora mismo!
          	
          	Orlando negó con la cabeza, sus ojos fijos en los de Arturo.
          	—No puedo seguir fingiendo. Todo esto... tú... me estás volviendo loco.
          	
          	Arturo tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza. Intentó girar el cuerpo para apartarse, pero Orlando lo detuvo, colocándole una mano en el hombro.
          	—Orlando, escucha... esto es una mala idea. Muy mala idea.
          	
          	—No me importa si es una mala idea —respondió Orlando, su voz temblando ligeramente pero con una determinación que no podía ocultar—. No puedo más, Arturo.
          	
          	—¡Pues inténtalo! —dijo Arturo, su tono tratando de sonar intimidante, aunque su voz se quebraba con cada palabra—. Esto no puede pasar. 
          	
          	Orlando se inclinó más cerca, sus rostros ahora separados por apenas unos centímetros. Arturo sintió su respiración, cálida y rápida, y supo que estaba perdiendo el control de la situación.
          	—¿Por qué no puede pasar? —susurró Orlando, su tono suave pero cargado de emoción—. ¿Por qué seguimos fingiendo que no hay algo entre nosotros?
          	
          	—Porque... porque... Es obvio el porque —balbuceó Arturo, incapaz de articular una respuesta coherente.
          	
          	

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Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, intentando forzar el sueño, cuando sintió un peso repentino a su lado. La cama se inclinó ligeramente bajo la presión, y Arturo abrió los ojos de golpe, parpadeando con confusión. Giró la cabeza, y lo que vio lo dejó completamente atónito: Orlando estaba sentado a su lado. 
          
          —¿Qué carajos estás haciendo? —dijo Arturo, todavía aturdido, mientras su rostro comenzaba a calentarse.
          
          Orlando no respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó un poco más, apoyando una mano en el colchón junto a Arturo, arrinconándolo sin dejarle espacio para moverse.
          
          —No puedo más, Arturo —dijo finalmente, su voz baja pero firme.
          
          Arturo lo miró con los ojos muy abiertos, su rostro enrojecido por la cercanía.
          —¿Qué diablos quieres decir con eso? ¡Sal de mi cama ahora mismo!
          
          Orlando negó con la cabeza, sus ojos fijos en los de Arturo.
          —No puedo seguir fingiendo. Todo esto... tú... me estás volviendo loco.
          
          Arturo tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza. Intentó girar el cuerpo para apartarse, pero Orlando lo detuvo, colocándole una mano en el hombro.
          —Orlando, escucha... esto es una mala idea. Muy mala idea.
          
          —No me importa si es una mala idea —respondió Orlando, su voz temblando ligeramente pero con una determinación que no podía ocultar—. No puedo más, Arturo.
          
          —¡Pues inténtalo! —dijo Arturo, su tono tratando de sonar intimidante, aunque su voz se quebraba con cada palabra—. Esto no puede pasar. 
          
          Orlando se inclinó más cerca, sus rostros ahora separados por apenas unos centímetros. Arturo sintió su respiración, cálida y rápida, y supo que estaba perdiendo el control de la situación.
          —¿Por qué no puede pasar? —susurró Orlando, su tono suave pero cargado de emoción—. ¿Por qué seguimos fingiendo que no hay algo entre nosotros?
          
          —Porque... porque... Es obvio el porque —balbuceó Arturo, incapaz de articular una respuesta coherente.
          
          

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La noche había caído en la prisión, trayendo consigo el usual silencio inquietante roto solo por el ocasional grito de algún recluso o el sonido de los pasos de los guardias. En la celda, Orlando estaba inquieto. Caminaba de un lado al otro, moviendo las manos como si tratara de resolver un problema invisible. Arturo lo observaba desde su litera con el ceño fruncido, sin entender qué le pasaba a su compañero.
          
          —¿Qué carajo te pasa? —preguntó Arturo finalmente, dejando la revista que estaba leyendo a un lado.
          
          Orlando se detuvo abruptamente, mirándolo con una sonrisa nerviosa.
          —¿A mí? Nada. Todo bien, como siempre.
          
          —Sí, claro, porque caminar en círculos como un loco es completamente normal —dijo Arturo con sarcasmo.
          
          Orlando soltó una risa breve y nerviosa, frotándose la nuca mientras volvía a sentarse en la litera opuesta.
          —Es que, no sé, hoy estoy... inquieto.
          
          Arturo levantó una ceja, cruzando los brazos.
          —¿Inquieto por qué?
          
          Orlando desvió la mirada, como si buscara una respuesta en los muros de la celda. Finalmente, soltó un suspiro y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
          —Solo he estado pensando en cosas, ya sabes... reflexionando.
          
          —¿Reflexionando sobre qué? —preguntó Arturo, mirándolo con desconfianza.
          
          —Sobre la vida, las decisiones, todo eso —respondió Orlando rápidamente, agitando las manos como si quisiera restarle importancia—. Pero bueno, no quiero aburrirte con mis rollos existenciales.
          
          Arturo rodó los ojos, volviendo a recostarse en su cama.
          —¿Sabes qué? Haz lo que quieras, pero deja de andar como perro sin dueño. Me pones nervioso.
          
          Orlando rió, pero esta vez su risa sonaba forzada. Se quedó en silencio por unos minutos, mirando el suelo, mientras Arturo volvía a su revista. Finalmente, habló otra vez.
          
          —Oye, Arturo...
          
          —¿Qué? —respondió sin levantar la vista.
          
          

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Arturo se encontraba de pie frente a la delegación, con el cielo teñido de naranja y violeta mientras el sol se deslizaba detrás del horizonte. El aire fresco de la tarde lo golpeaba, pero apenas lo sentía. Su corazón latía rápido, tanto por los nervios como por la emoción. No había pasado ni un día desde que recuperó su libertad, pero la idea de estar lejos de Orlando por más tiempo era insoportable.
          
          Se ajustó la chaqueta que llevaba, tratando de calmar su respiración. Después de preguntar a los oficiales en la entrada y esperar un rato, finalmente lo dejaron pasar al área de visitas improvisada para reclusos en la delegación.
          
          Cuando Arturo entró, Orlando ya estaba ahí, sentado en una silla de plástico con los brazos cruzados y una sonrisa despreocupada. Sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y picardía.
          
          —Mira nada más quién apareció —dijo Orlando, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Pensé que al menos me darías un par de días para extrañarte.
          
          Arturo esbozó una sonrisa nerviosa y se sentó frente a él, sintiendo el peso de la mirada de Orlando sobre él.
          —No seas idiota. Solo quería asegurarme de que estás bien.
          
          Orlando dejó escapar una risa suave, sacudiendo la cabeza.
          —¿De verdad? ¿O simplemente no podías estar lejos de mí? Porque, Arturo, no ha pasado ni un día.
          
          Arturo desvió la mirada, incómodo, mientras un leve rubor le subía al rostro.
          —Cállate. Solo pensé que sería bueno venir a verte, ¿De acuerdo?
          
          Orlando apoyó un codo en la mesa y su rostro en la mano, estudiándolo con una sonrisa que Arturo conocía demasiado bien.
          —No te molestes en mentirme. Lo veo en tu cara. Me extrañaste.
          
          Arturo frunció el ceño, intentando mantener su fachada de dureza, aunque sabía que era inútil con Orlando.
          —No es eso. Solo... 

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Arturo se sintió avergonzado por lo que estaba pensando, pero no pudo evitarlo. Estaba enamorado, aunque nunca lo admitiría en voz alta frente a nadie. Orlando le había dado algo que nunca había tenido antes: un sentimiento de pertenencia, de ser querido por lo que era y no por lo que podía ofrecer. Ahora que estaba fuera, ese vacío que sentía era casi insoportable.
          
          Un suave golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
          —Adelante —dijo, enderezándose rápidamente.
          
          Era Leonor, con su porte elegante de siempre, aunque Arturo notó algo en su mirada: una preocupación que no había visto antes. Entró al cuarto, cerrando la puerta detrás de ella, y se sentó en un sillón junto a la ventana.
          
          —¿Te acomodas bien? —preguntó, su tono más amable de lo habitual.
          
          Arturo asintió, aunque todavía estaba alerta.
          —Sí, es extraño estar aquí de nuevo, pero estoy bien.
          
          Leonor lo observó por un momento, como si estuviera evaluando algo en él. Finalmente, dejó escapar un suspiro.
          —Arturo, no voy a andarme con rodeos. Te necesito.
          
          Él frunció el ceño, cruzando los brazos.
          —¿Necesitarme para qué?
          
          Leonor inclinó ligeramente la cabeza, su tono cambiando a uno más directo.
          —La situación no es buena, Arturo. Desde que te fuiste, las cosas han ido para peor. Muchas de nuestras amistades nos dieron la espalda por el escándalo que generaste. He hecho todo lo posible para mantener las apariencias, pero... no queda mucho.
          
          —¿Y qué esperas que haga? —preguntó Arturo, aunque ya empezaba a imaginarse la respuesta.
          
          Leonor lo miró fijamente, con esa mirada calculadora que siempre lo había puesto incómodo.
          —Eres un hombre atractivo, Arturo. A pesar de lo que pasó, todavía tienes el apellido Ibáñez, y eso significa algo. Conozco a algunas personas... mujeres, específicamente, que podrían ayudarte a devolvernos nuestra posición. Sé muy bien que Silvia Montesinos esta descartada para mi mala suerte. 
          

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Leonor tenía una habilidad innata para aparentar control incluso cuando todo a su alrededor se desmoronaba. Mientras guiaba a Arturo hacia su antigua habitación, su mente calculadora trabajaba a toda velocidad. Por un lado, había algo de verdad en lo que le dijo a su hijo: no podía abandonarlo por completo, pero esa repentina reconciliación también tenía un propósito oculto. La fortuna de los Ibáñez estaba al borde de la ruina, y Leonor sabía que Arturo podía ser su última carta para recuperar su posición social.
          
          Maleny era un caso perdido. Su hija, aunque hermosa y con todos los encantos que podían haber servido para atraer a un buen partido, carecía de la discreción y la astucia necesarias. Andaba de hombre en hombre sin preocuparse por las consecuencias, y Leonor había dejado de intentar controlarla hacía tiempo. Arturo, en cambio, tenía algo que todavía podía usar: carisma, buena apariencia y, aunque algo manchado, un apellido que todavía significaba algo en ciertos círculos.
          
          Arturo no era tonto, pero tampoco sospechaba del todo los planes de su madre. Cuando llegó a su vieja habitación, lo invadió una sensación extraña. Era como si nada hubiera cambiado: las mismas paredes cubiertas de tonos beige, el enorme espejo junto al armario y la cama impecablemente tendida con sábanas que olían a suavizante caro. Sin embargo, algo dentro de él sabía que él ya no era el mismo que había dejado ese lugar hace años. 

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— Hola, Mario. Héctor —dijo Teresa con una voz temblorosa—. ¿Puedo hablar contigo, Mario?
          
          Mario asintió lentamente, aún procesando su presencia. Los tres se dirigieron a un banco cercano en el parque, donde podían hablar en privado.
          
          — He estado pensando mucho en todo lo que pasó —comenzó Teresa, mirando a Mario a los ojos—. Sé que te hice daño y que tomé decisiones que nos afectaron a ambos. He pasado por mucho desde entonces y me he dado cuenta de mis errores.
          
          Mario la escuchó en silencio, su rostro serio pero no hostil. Héctor permanecía a su lado, sin intervenir pero ofreciendo su apoyo silencioso.
          
          — Carmen y su muerte cambiaron mi vida de una manera que no supe manejar —continuó Teresa, sus ojos llenos de lágrimas—. Me volví ambiciosa y egoísta, y te dejé atrás en busca de algo que pensé que necesitaba. Pero al final, me di cuenta de que todo ese esfuerzo por buscar una vida mejor me dejó vacía por dentro.
          
          Héctor, viendo la sinceridad en las palabras de Teresa, se dio cuenta de que ella realmente había reflexionado sobre su pasado. Mario, con una voz tranquila pero firme, respondió:
          
          — Teresa, entiendo que todos cometemos errores y que a veces nos dejamos llevar por nuestras circunstancias. Fue difícil para mí también, pero gracias a eso, pude crecer y encontrarme a mí mismo. Encontré a Héctor, y él me ha ayudado a ser mejor persona.
          
          Teresa asintió, una lágrima rodando por su mejilla.
          
          — Me alegra saber que has encontrado a alguien que te apoya y te ama. Quería venir y pedirte perdón, no solo por cómo te traté, sino también por cualquier dolor que mi ambición haya causado.

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La situación entre Teresa, Héctor y Mario se volvía cada vez más intrincada conforme Teresa manipulaba sutilmente las emociones de Héctor, fingiendo vulnerabilidad y preocupación para ganar su consuelo y atención.
          
          Desde su posición privilegiada como alumna destacada, Teresa encontraba oportunidades para acercarse a Héctor bajo la apariencia de necesitar ayuda o consejo. Utilizaba su encanto para captar su atención. 
          
          Héctor, desconociendo por completo la conexión emocional y personal entre Teresa y Mario, se sentía atraído por la aparente sinceridad y necesidad de Teresa. La veía como una estudiante brillante y necesitada de guía, sin sospechar que detrás de su fachada de preocupación había un juego manipulador en juego.
          
          Mientras tanto, Mario se debatía internamente entre la necesidad de proteger su propio corazón herido y la responsabilidad de revelar la verdad a Héctor sobre la relación pasada con Teresa. Aunque sentía la tentación de desenmascarar a Teresa frente a Héctor, también se enfrentaba a la incertidumbre de cómo afectaría esto su propia relación con Aurora y su entorno social.
          
          
          Prólogo