¿Qué corazón está más sano?
¿Uno que late cada vez más lento, tan herido, tan débil, que sus pulsos ya no siguen el ritmo de la marea, como si el mar lo hubiera abandonado por no tener fuerza para bailar con él?
¿O el corazón del ser querido que lo escucha morir en la voz de un médico, pretendiendo mantenerse entero?
Muchos dirían que el corazón más sano es el del que aún puede romperse.
Del que todavía siente.
Del que sobrevive.
Del que queda.
Pero no. No es así.
Porque el corazón que va a morir… ya lo ha perdido todo.
No se aferra a nada.
No sueña.
No teme.
No lucha.
No sufre más que lo que su cuerpo le permite.
Y en cierto modo… está en paz.
Pero el corazón del que se queda…
Ese sangra mientras sigue latiendo.
Ese se pudre vivo.
Ese no encuentra salida, ni consuelo, ni alivio.
Ese recuerda cada segundo que no volverá.
Ese desea cambiar lo inevitable, como si llorar bastara para curar, como si amar bastara para detener la muerte.
A veces, el dolor no está en perder a alguien.
Está en seguir existiendo después.
En caminar con sus recuerdos a cuestas, con sus risas atrapadas en los silencios, con su nombre suspendido en la garganta como un eco que no se disuelve.
Y no importa cuántas veces te digan que hiciste lo posible.
No importa cuántos se queden a tu lado, intentando llenar un vacío que no se llena.
Porque nadie puede cargar el peso de un adiós que no se pidió, ni se eligió, ni se aceptó.
ৎ - Vayan a leer el prologo de " "