Capítulo 1

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Llovía. Aquella mañana llovía, y todos se apresuraban para entrar en la estación de tren. Unos más que otros, es curioso la tranquilidad que te aporta el simple hecho de no sentir agua encima de ti. La conocí aquella mañana, sin tan siquiera cruzar una palabra con ella, que corría sin querer correr. No dejaba de mirar el suelo, y a la vez las personas que se cruzaban a su paso. Estoy seguro de que el paraguas le echaba más de menos que la persona que estaba, en ese justo momento, bailando en sus pensamientos. No pude ver sus labios temblorosos, hasta que cruzó la puerta principal de la estación. Logró abrirla, a pesar del aire y del peso de esta.

Aquel día el tren se retrasó media hora. Había llamado tres veces, y nadie le había cogido el teléfono. Sus ojos no se podían quedar quietos, estaba preocupada y solo yo era consciente de ello. Quería aliviarla, hablarle y tranquilizarla, pero solo era un simple desconocido a quién no haría el mínimo caso.

La lluvia cesó en cuanto el tren llegó. Ambos nos subimos. Ella en el tercer vagón y yo en el cuarto, no quería estrechar distancias. Corrió para sentarse en uno de los asientos cerca de la ventanilla, ahora llena de gotas. Creo que no me equivoqué al pensar que se decepcionó al ver como el paisaje estaría manchado por el agua. Hizo sonar la cremallera de su mochila, y de ella sacó una carpeta bastante gruesa.

Mi teléfono sonó, sobresaltando a la mayoría de las personas que viajaban en el tren, incluyendo a ella. Lo cogí con rapidez y antes de descolgar, fijé la mirada en la pantalla: era un número desconocido.
-¿Si? –Dije al descolgar, una voz aguda me contestó.
-¿Es usted Liam? ¿Liam Rodríguez?
-Sí, soy yo. ¿Qué quiere?
-Está hablando con su nueva jefa de estudios. Y yo con el nuevo y tardón profesor de Filosofía. –No supe que decir. Era mi primer día, no había llegado y ya estaba haciendo las cosas mal. Ese era mi problema, que no había llegado a mi nuevo lugar de trabajo.
-Lo siento muchísimo. –Me disculpé, intentando sonar lo más arrepentido posible. –El tren se ha retrasado media hora, pero no se preocupe, en diez minutos estoy allí.
-Más le vale. –Y colgó. Quería pensar que aquella mujer no era así siempre, que quizá era el tiempo de aquel lunes. Hay personas a las que la lluvia no les sienta nada bien.

No era el caso de ella. Volví a mirarla. Su pelo ya estaba un poco más seco, empezaba a ondularse sobre su camisa. Estaba sonriendo, mientras miraba una y otra vez la pantalla de su móvil. Podía comprender que el motivo por el cuál sonreía no era el hecho de haberse mojado y llegar tarde a algún lado, sino la persona con la que estaba hablando. En ese momento ella dejó de mirar su móvil y subió su mirada, observando a los pasajeros, desde la parte izquierda de su vagón, hasta la derecha y parte del mío. No supe apartar la mirada, y me vio. Me vio mirándola.

Al principio dirigió su mirada a un lado, hacía sus asientos más cercanos para asegurarse de que quizá miraba a otra persona de su alrededor, pero eso era imposible, pues cerca de ella no había nadie más. Así que volvió a mirarme para apartar su mirada a pocos segundos, avergonzada. Yo no quería mirarla, pero no dejaba de hacerlo. Hasta que supe, gracias a los avisos del tren, que la próxima parada correspondía, según mis indicaciones, a la que debía bajarme, para llegar a mi nuevo lugar de trabajo. En cuanto me levanté de mi asiento ella volvió a bajar su mirada y con torpeza, conectó sus auriculares a su smartphone y se los puso.

Al llegar a mi parada bajé con rapidez, no podía permitirme llegar aún más tarde, así que me apresuré a salir de la estación e hice que mis pasos fueran rápidos, sin correr demasiado, no quería resbalarme con el agua que había quedado en el suelo. Diez minutos después llegué a un gran edificio, parecido a la universidad en la que estaba estudiando. Sabía de antemano que el instituto era antiguo y que era uno de los mejores de Barcelona, y con más razón, no debería haber llegado tan tarde en mi primer día. Entré y me sentí perdido. Unas grandes escaleras de forma circular se presentaban delante de mí, un grupo de profesores salía de un aula, seguramente de una reunión, y pasaron por delante de mí sin decir palabra. Un hombre con un traje negro y pulcro, salió de esa misma sala. Al cerrar la puerta y verme se acercó a mí, tragué saliva.

-Usted debe de ser el nuevo profesor de Filosofía. Soy el director del centro. Nuestra jefa de estudios ya le habrá llamado con su buen humor de siempre. –Sonrió.
-Siento mucho haber llegado tan tarde, ha habido complicaciones con el tren, y… -No dejó que acabara mi explicación, puso una mano en mi brazo acompañándome hacía las escaleras y, mientras subíamos, me dio una breve explicación sobre el instituto. Finalmente, me dijo algo que no me esperaba. –En este instituto todos los profesores tienen la libertad de enseñar y educar de la manera que crean oportuna y satisfactoria. Usted puede ser muy exigente y no doblarse jamás con los alumnos, o puede metérselos en el bolsillo y hacerse su amigo. ¿Un consejo? No sea ni una cosa ni sea la otra. Sea quien quiera ser, y como mejor crea que va a enseñar. Los alumnos se lo agradecerán.

Iba a contestarle y agradecerle su consejo, pero nos cruzamos con una chica que gritaba algo a un chico que corría al llegar tarde a su clase y, el director, frenó sus gritos.
-Señorita. –La muchacha dio un brinco y al verle se puso rígida. -¿Qué son esos gritos?
-Lo siento, director. –Se disculpó. No parecía la misma chica que, minutos antes, estaba gritando sin importarle quién la escuchara o en qué podía repercutirle aquello. Me miró, al darse cuenta de que el director no iba solo.
-Que sea la última vez, señorita Samantha. –Ella puso mala cara, sin saber por qué. –Por cierto, ¿sabe dónde está mi hija? Me ha dicho la profesora Raquel que no ha estado en su clase de Inglés.
-¿Aria? Se habrá dormido.
-Mi hija no es de dormirse. –Contestó con rapidez el director. –Yo tenía una reunión esta mañana y cuando me he marchado ella estaba desayunando, no he podido traerla en el coche.
-Ahora hablo con ella. –Dijo la alumna, sacando su móvil.
-No es necesario. –Miró con atención a sus manos, que ya se estaban ocupando de encender el móvil. Samantha al verlo volvió a poner mala cara y guardó su móvil. –A clase. ¿Qué tenéis ahora?
-Filosofía. –No parecía tener demasiadas ganas.
-Perfecto. Samantha, acompañe a su nuevo profesor de Filosofía al aula 205, e intenté que esto no vuelva a repetirse.

Samantha me miró con curiosidad, y se tocó el pelo varias veces. Agradecí las modestias al director y me dirigí hacía la clase, un poco nervioso. Nunca acostumbro a estar nervioso, pero aquel día lo estaba. Abrí la puerta con la llave que me habían facilitado, y unas treinta caras se dirigieron hacía el mismo punto: yo.
Samantha se sentó en su sitio con rapidez al igual que todos los demás. Un grupo de chicas empezaron a cuchichear. Me dirigí hacía la pizarra y escribí mi nombre en ella.

Liam Rodríguez

No quería hablar hasta que hubiera silencio. Lo conseguí, a los pocos segundos no se escuchaba nada. Dejé la tiza encima de la mesa.
-Buenos días, chicos. Me llamo Liam Rodríguez y voy a ser vuestro nuevo profesor de Filosofía, y para algunos, también de Literatura. Estas dos asignaturas antes las daba el profesor Samuel, pero se ha jubilado. –Se escucharon algunos gritos de alivio y vi suficientes sonrisas como para imaginarme que aquel profesor no era demasiado agradable para el alumnado. –Espero que os gusten mis clases y que tanto la Filosofía como la Literatura, no os aburran.
-¡Contigo seguro que no! –Alguien exclamó desde el fondo de la clase. Era una chica rubia, llena de piercings, muy maquillada y con aires de popularidad. Su comentario me hizo sonreír. Todo el mundo empezó a reírse.
Empecé a pasar lista. De momento no faltaba nadie, pero al ir por la mitad, alguien no me respondió; la hija del director.
-¿Aria Dreen? –Pregunté.
-¡Habrá hecho pellas! –Exclamó la misma chica del comentario de antes, y a ella le siguieron un grupo de chicos y alguna que otra chica.
-Vamos, dejaros de bromas. ¿Nadie sabe dónde está Aria?
Lo que no sabía, era que yo ya lo sabía.

Alguien entró en el aula.
-Buenos días, Samuel. –Dijo con rapidez, sin mirar a nadie, dejando un papel encima de la mesa y dirigiéndose hacia la única mesa libre que hay.
-Perdona, te equivocas. –La tenía de espaldas a mí. Aun así, seguí hablando. –Me llamo Liam, y soy el nuevo profesor de… -Se giró y entonces la vi. Era la chica del tren, la misma a la que, aquella misma mañana, no había podido dejar de mirar. Su pelo ya no estaba mojado por la lluvia, ahora se le había ondulado completamente. Aún llevaba un auricular puesto, el otro le colgaba del uniforme. Me miraba sin saber qué decir. No sé quién de los dos estaba más sorprendido, puesto que los dos no sabíamos cómo comportarnos. En realidad éramos desconocidos, pero sin serlo del todo.
-Soy tu nuevo profesor de Filosofía y puede que de Literatura, depende de la optativa que hagas. –Le expliqué, tratando de sonar tranquilo. Ella solo asintió. -¿Por qué llegas tarde?
-¿Y tú me lo preguntas, –miró a la pizarra- Liam Rodríguez?

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⏰ Última actualización: Feb 01, 2015 ⏰

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