Única parte.

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Ella se había dirigido hacia la estación de trenes aquella mañana, sin intenciones de viajar precisamente.

Aquel día como cualquier otro, había decidido ponerse su vestido favorito: era largo y la hacía lucir despampanante cual Arnold en show. No, no ha leído mal usted, así era como esa peculiar viejita pensaba, mas, nunca lo habría admitido en voz alta pues su orgullo no se lo permitía

Después de todo, hubo un tiempo en el que todas las miradas del espectáculo estuvieron sobre ella, y bien pudo asegurar que esos habían sido sus años de gloria.

Aún en aquel instante, recordaba a la perfección el estado en el que su cuerpo había estado una vez: no tenía ninguna arruga, tampoco las tetas caídas y, ¿qué hablar de su cintura? era pequeña; en cambio, ya no nunca hubiera podido considerarla como una.
Por lo que, su única consolación era mentirse a sí misma, diciendo que se veía igual que cuando un día había tenido veintidós años. 

No obstante, para ella no importaba ya nada, porque estaba convencida de que ningunas palabras de aliento cambiarían nunca su voluntad. Puesto que, a partir de que hubiese exhalado su último aliento, no se preocuparía más por el show... o por Arnold. Lo que le había recordado de nuevo lo bien que solía irle en el escenario.

Aunque no hiciera nada en especial, ya que, simplemente intentaba hacer gracia al contar uno que otro chiste que había aprendido cuando vivía en su pueblo.
Y lo cierto era que la audiencia no se reía del chiste, sino de ella. 

Gracias a que en esos tiempos tenía pocos días de llegar al lugar, no hablaba muy bien el idioma. Su lengua materna era el español, así que cambiar al inglés en tan solo unos días, había supuesto el mayor reto durante su vida entera.
Pese a lo complicado que fue intentar contar chistes en inglés, ella jamás habíase creído que le resultaría tan bien. Dado su escaso conocimiento en el vocabulario, a la par de la mala pronunciación que tenía, era lo único que la salvaba de ser abucheada salvajemente por el público con tomates.

-Pepito go to las tortillas y pidió an orange con spices

 Aún escuchaba los estallidos de risa bajo la iluminación dorada del teatro. Había conseguido ganado un par de dólares, que gastó en una jugosa hamburguesa. Era muy feliz... en verdad que lo había sido, desconociendo que esa felicidad le duraría tan poco porque tiempo después, Arnold había llegado.

Un niño, él era un niño al que solía llamar El Ratero.

A pesar de que, ella supiera mejor que nadie lo estúpido de pelear con un niño menor de siete años, por haberse robado la atención del público, ello no apaciguaba su ira pues le parecía ridículo que un mocoso llegara de la nada y terminara ganando más dinero que ella a la semana.

Había intentado ignorarlo al principio, para luego tratar encarecidamente de atraer al que, durante sus años mozos, había sido su público; probando trucos nuevos o vistiéndose lo más patéticamente que pudiese. Pero cada uno de sus intentos habían sido en vano, llegado el punto de hastío inevitable. 

Para su desgracia, la popularidad de El Ratero la había sobrepasado y, sin más opción, se vio obligada a despedirse de los vítores del público. Tras prometerse no pisar de nuevo ni un centímetro de aquel sitio, dentro del corto tiempo restante de su desventurada existencia. 

Dado que había dado por perdido el sentido primordial de su vida, prefirió bajar por vez última.  el telón. 

Su vida.

Le tenía miedo al dolor indudablemente, pero este era superado por el temor a ser recordada como la vieja humillada por un insignificante mocoso.
Así que se dispuso a meditar acerca de la mejor forma para suicidarse, y dio con que la más conveniente era tirarse a la vía del tren, y quedarse esperando que un tren la aplastara, o, he de decir que la despanzurrara.

 
Aún dudosa, llegó al sitio para poner su plan en marcha, mientras descendía hacia las oxidadas vías del tren. Al no faltar demasiado para que este llegara, por un segundo se detuvo a pensar lo desconsiderado que podría ser suicidarse frente a miles de pasajeros y gente que estaba a punto de abordar; fue entonces cuando recordó que, si no le importaba más su vida, tampoco lo haría las del resto.

Cerró los ojos, esperando unos segundos a que la muerte llegara por ella cuando, de repente, escuchó un ruido que la desconcertó: un pitido. Tan agudo que era inconfundible ante sus oídos.
Se trataba del pitido de la nariz de Arnold.
En cuanto abrió los ojos se encontró a sí misma estupefacta. 

El niño estaba de pie al otro lado de la vía, mirándola de frente y tocando su nariz. Como lo hacía en cada función.

—Déjame en paz, ¡ni matarme me dejas, qué horror! —, se quejó viendo como Arnold le enseñaba su sonrisita traviesa. La misma sonrisa ridícula que le dedicaba al público.

Apartó la vista totalmente disgustada y los pitidos no cesaron hasta ser interrumpidos por el estridente sonido de la maquinaria del tren, casi rozándolos. La vista del ferrocarril se reflejó en sus ojos, a lo que le agradeció a la locomotora porque, finalmente, iba a llevarla al cielo.

Look at the whole crowd that is here —dijo Arnold, emocionado.

Ella no pudo evitar sentir curiosidad, así que se asomó y vio como una gran muchedumbre los observaba.
Miró a Arnold en busca de alguna respuesta. Sin embargo la sonrisa que tenía pintada en el rostro aclaró cualquier ligera duda.

They are going to see us die.

Sin más la multitud comenzó a reír sin parar, cumpliendo los últimos deseos de la vieja.

El públicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora