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Martes, 22 de enero de 2019

TEMPEST

Nueva York, 10:48 p.m.

Y ahí estaba yo. Bajo el techo agujereado de una parada de autobús en Nueva York, en medio de una tormenta, después de haber dado varias vueltas a la rotonda en busca de algún refugio. Apenas tenía 50 dólares en el bolsillo y lamentaba haber perdido mi billetera.

Sí, estaba completamente jodida.

Sin embargo, había encontrado un peculiar entretenimiento bajo la lluvia: mirar mis zapatillas empapadas, como si en ellas pudiera hallar una respuesta sobre qué hacer con mi vida, o con la vida que, hacía apenas unas horas, había confirmado de la manera menos esperada que estaba creciendo en mi vientre, lo que me había conducido a este escenario trágico.

En menos de 24 horas, todo se había convertido en un caos. La decisión de lanzarme en un bote sin remos a la deriva, me situaba en una posición en la que la libertad adquiría una definición diferente. Empezaría a tomar mis propias decisiones y asumiría las consecuencias sin tener una voz que decidiera en mi lugar qué camino debía seguir. Las dos horas de viaje no habían sido suficientes para digerir el terremoto que había provocado este cambio de rumbo, pero a pesar del desastre, me aferraba a la seguridad de estar haciendo lo correcto, sin importar los problemas que conllevara esta situación.

Aunque eso no quitaba que estuviera asustada.

Las luces parpadeantes de un coche frente a mí hicieron que levantara la mirada, captando mi atención la persona detrás del volante, que se asomaba a medida que la ventanilla descendía. La conductora, una mujer mayor, con el rostro arrugado por los años, mostraba una mezcla de angustia y preocupación hacia mí, observándome de pies a cabeza. Mi maquillaje corrido y la ropa mojada contribuían a mi apariencia desaliñada, casi como la de una indigente. No la culpaba, en este estado, hasta yo sentía pena por mí misma.

La Tempest de vestidos florales, zapatos de tacón bajo y perfumes de vainilla sentiría vergüenza ajena al verme en estas fachas tan deplorables.

—Muchacha, ¿qué haces bajo esta tormenta? ¿Estás esperando a alguien? ¿No tienes adónde ir? —Preguntó con un acento claramente extranjero, como si el inglés no fuera su primer idioma.

Negué con la cabeza, lo que provocó que la conductora, con un semblante aún más preocupado, se bajara del coche.

—Por Dios, niña, llevo una hora viéndote aquí. Con toda la lluvia que has pillado, tendrás un resfriado terrible más tarde. —Y sin pensarlo, se quitó el abrigo que llevaba puesto, colocándolo sobre mis hombros mojados—. No puedes quedarte en este lugar a estas horas, es peligroso. ¡Toda clase de maleantes pasan por aquí! —me reprendió—. Mírate, estás temblando.

No me había percatado de los movimientos involuntarios de mi cuerpo debido al frío al que llevaba horas expuesta. Mis pensamientos me habían mantenido prisionera desde que subí a aquel autobús en Newark.

—Está siendo muy amable con una desconocida, señora —le respondí con una sonrisa, e intenté devolverle el abrigo, pero ella me detuvo.

—No, quédatelo, lo necesitas más que yo, cariño —me sonrió de vuelta, ajustando el abrigo sobre mis hombros—. Ser amable de vez en cuando no cuesta nada.

«Dígale eso a mi madre», pensé.

Y sin más, un estornudo se escapó de mis labios, confirmando la gripe que se me avecinaba. Tenía que buscar alguna alternativa para pasar la noche; enfermarme no me serviría de ayuda en estas circunstancias.

—¿Conoce algún lugar donde me puedan acoger, aunque sea por esta noche? —le pregunté, luchando contra las lágrimas que amenazaban con empañar mi vista.

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⏰ Última actualización: Aug 20 ⏰

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