Tinta De Azahar

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Las campanadas resonaban una y otra vez en mi cabeza. El zumbido me taladraba y no me dejaba pensar con claridad y seguridad. Los primeros rayos de sol atravesaban las gruesas ventanas de mi habitación y mis fosas nasales se llenaban de olor a madera vieja y dañada. Podía divisar el perfecto césped del jardín interior y a los monjes más madrugadores dar sus rutinarios paseos. Me transmitía confianza dejar que el aire fresco me despertara, sentía que estaba viva y que seguía allí.  

En general todo en el monasterio era de baja calidad, aunque había cosas lujosas. Se encontraban por las paredes de piedra distintas pinturas al óleo hechas por los primeros monjes. Figuras de oro y distintos materiales valiosos para rendirle culto a nuestra religión. Principalmente se usaba todo el dinero para cuidar a los enfermos en el edificio anexo que era una gran enfermería y por eso no podían permitirse comida exquisita ni camas cómodas. La mayoría de personas del lugar eran mayores de 50 años y todos enfermaban rápidamente, aun estando la medicina bastante avanzada. En cambio, los más jóvenes estábamos muy sanos. Corríamos por todo el monasterio y por el jardín interior ya que los muros altísimos del lugar no nos dejaban salir. Llevaba 12 años allí y nunca había salido desde el día en el que entré.

Era un monasterio mixto, lo cual era algo poco visto en la época. Aunque para las habitaciones se estaba totalmente prohibido entrar en la de los monjes siendo monja y viceversa. Para los monjes y monjas de clausura eran más comprensivos y si podían reunirse en las habitaciones. Las campanas estaban a punto de sonar por segunda vez avisando la hora del desayuno así que me vestí en un santiamén y me pasé por la habitación de Luca, el cual seguramente seguiría durmiendo. No sé cómo lo hacía, pero estaba tan acostumbrado a las campanas que ya su cuerpo no las escuchaba ni tenía ningún tipo de reacción ante ellas. Incluso, un día, me dejó una llave que tenía de repuesto para así poder despertarlo.

Llamé repetidas veces a la puerta y sorprendentemente obtuve respuesta. Luca tenía el pelo húmedo y estaba bastante despierto.

– ¿Qué haces despierto ya? Pensaba que, cómo de costumbre, debía de levantarte yo.

– Esta noche no he dormido nada. Han pasado cosas que debo de contarte pero primero bajemos a desayunar. No quiero que Sor Dolores nos regañe por llegar tarde al comedor.

Mientras Sor Gloria, la cocinera, preparaba el desayuno para las monjas y monjes de clausura Luca me empezó a contar lo que esa noche le pasó. Resulta que decidió pasearse por el patio para que le diera un poco el aire ya que se abrumó al pensar que no podía salir. Era algo que le pasaba muy a menudo, pensaba en que estaba atrapado y dudaba mucho de por qué había elegido aquello. Se agobiaba y le daban ataques de pánico. Siempre me llamaba a las tantas de la madrugada, temblando, para que le acompañara fuera. Pero esa noche no lo había hecho porque divisó a alguien descender por los muros del patio exterior. Ese alguien entró. Vestía ropa negra, normal, no eran mantos como la de los monjes. Además llevaba un saco. Luca, a hurtadillas, lo siguió hasta la biblioteca, donde el desconocido entró gracias a una llave. Perseguía un objetivo claro ya que nada más entrar en la sala repleta de libros, se dirigió a una estantería concreta. Luca, asombrado, vio desde lo lejos cómo sacaba un libro de esta y se abría una sala escondida ante sus ojos. En ella se encontraban unos cinco chicos con túnicas blancas situados en forma de círculo, rodeando unos dibujos en el suelo. El chico misterioso contrastaba con los demás desconocidos y este sacó de su saco un libro con la cubierta roja y, acto seguido, se colocó en el centro posándose encima de las ilustraciones.  La estantería volvió a su sitio y Luca se marchó confuso.

Cuando recibí toda la información, me puse pálida. Cogí del brazo a mi amigo y me lo llevé corriendo a mi habitación, haciendo caso omiso a sus preguntas. Entré y rebusqué en el cajón de mi escritorio una serie de papeles.

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