1| He metido la mano, digo, pata

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1| He metido la mano, digo, pata.

El equipo de camiseta verde hace un pase que, inclusive con mi nulo conocimiento deportivo, sé que es pésimo, dándole la victoria a los de camiseta roja.

Cierro los ojos con fuerza, intentado aniquilar en mi mente a todos los estúpidos jugadores del equipo de basquetball, al mismo tiempo que escucho como él se acerca a mí con pasos suaves y no necesito verlo para saber que su rostro está adornado por un mohín de victoria que gustosa le quitaría de un puñetazo.

¡Estúpidos jugadores de camiseta verde!

—Vaya, vaya, al parecer la linda Aubrey Sidney acaba de perder contra el gran y magnífico Jackson Martell. —se burla mi compañero de trabajo, su tono rebosante de alegría logra enojarme aún más.

Inhaló hondo y me vuelvo hacia él, que, como supuse, tiene pintada una expresión de satisfacción en el pecoso rostro. Frunzo los labios e intento zafarme del reto a toda costa.

—¡No es mi culpa que el tipo ese fuese tan malo! ¡No me lo has dicho!

—¡Tú escogiste ese equipo porque llevaban una bonita camiseta de tu color preferido! —contraatacó el castaño, haciéndome sentir aún más humillada y tonta.

—¡Sí, pero tú me lo deberías haber advertido! —chillo, renuente a la idea de aceptar el castigo que habíamos acordado minutos antes de que comience el estúpido juego. Jack me mira con absoluta diversión, la sonrisa en su rostro me invita a abalanzarme sobre él y golpearlo.

Bien, admito que no soy una buena perdedora. Pero en mi defensa el castigo que me ha aplicado mi mejor amigo es casi inhumano, ¡y yo de idiota lo vine a aceptar por confiar plenamente en un equipo que ni el nombre me sé! ¡Menuda idiota! Al menos debí de checar su historial en internet, sus últimos partidos y las anotaciones durante la temporada. Pero heme aquí, montando una pequeña rabieta por mi propia estupidez.

—Jack... —apaciguo mi tono de voz, intentando que él sintiese pena por mí.

—El trapeador y el cloro están en el depósito —se limita a responder con mofa, acomodando unos muffins sobre la barra—. Oh, y debes tallar bien los urinales, ¡son un asco!

Suelto un insulto al aire y me encamino al depósito de la cafetería al tiempo que las campanillas de la entrada colisionan entre sí, dando a entender que ha llegado un nuevo cliente. Decido dejar que Jackson se encargue de él, pues cuanto antes empiece con mi castigo, antes lo terminaré.

Trabajo para Avenues Coffe's hace poco más de dos años, una pintoresca cafetería ubicada en Seattle Avenue, una pequeña urbanización a pocos kilómetros del sur de New York; la ubicación nos hacía tratar con familias de todo tipo, grupos de gritones adolescentes y algunos hombres y mujeres de honorable reputación en bufetes de abogados, tribunales y oficinas en altos rascacielos.

Cuando era más joven —porque tener veinticuatro años no me convertía en un vejestorio, ¡oh, claro que no!— también soñaba con ser parte de esas personas que hacían una rápida parada en este café antes de tomar rumbo a una oficina de diseño gráfico, carrera para la que estudié arduamente y me matriculé hace más de dos años. Creí, infantil y soñadoramente, que poseer un título fresco y el entusiasmo de una recién graduada sería sinónimo de 'obtener un empleo inmediato'. Pero vaya que el destino, y por sobretodo los empleadores de aquellos grandes edificios para los que anhelaba trabajar, carecían de sentido común.

Y, es que, ¿cómo pretendían que obtuviese experiencia si no me permitían trabajar antes? ¡Es ilógico!

Para la séptima entrevista, mis ánimos habían decaído notablemente y mi dulce madre —léase con sarcasmo, por favor— aconsejó que podría expandir mis horizontes laborales. Lo que podría simplificarse a que dejase de soñar y aceptase, de una vez por todas, que ser diseñadora gráfica para una de esas importantes marcas no sería hoy, ni mañana, ni en un futuro cercano si no me permitían tener el mínimo de experiencia; comencé a buscar empleo en librerías, restaurantes e inclusive un asilo de ansianos un poco retirado de la ciudad.

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