Los pasos se distribuían a lo largo de todo el salón, no podía saber con seguridad si se trataba de una persona o de dos. A pesar de ser verano, estaba helada de frío y seguía paralizada sin ser capaz de tomar una decisión.
Si alguna vez fantaseé con la idea de que un grupo de apuestos y exóticos ladrones de la Europa del este asaltaran mi casa y se aprovechaban de mí, ya te digo que en ese momento era una idea que me daba de todo menos morbo.
Los pasos se acercaban y se alejaban. Caminaban rápido y oía cómo se abrían cajones y movían muebles. Busqué el móvil con la mirada, si conseguía hacer una llamada de emergencia y esconderme podría tener una posibilidad. El espejo me indicó que lo dejé colgando en el enchufe al lado de la puerta. Tenía que salir de la cama y caminar un par de pasos.
El ruido fuera seguía correteando mientras yo, muy muy despacio intentaba quitarme las muñequeras.
—¡Elena!
Se me paró el corazón.
—Elena ¿estás en casa?— Voceó mi madre.
Respiré aliviada porque no era ninguna banda organizada pero la posibilidad de ser descubierta me mató de vergüenza.
Me quedé muy quieta. Apenas respiraba.
—Joder ¿dónde está?
—¡Elena!
Siguió moviéndose y haciéndo ruido. Aproveché que estaba distraída y me quité las muñequeras y la mordaza.
Cuando pensaba que ya lo tenía todo controlado, mi móvil empezó a sonar y a vibrar. Miré con pavor hacia la puerta, los pasos se acercaban, solo tenía un instante antes de que la puerta se abriera.
Tiré lo que había sacado dentro de la caja y le di una patada para que se metiera debajo de la cama, destapé la cama y...
—¿Por qué no contestas?— Preguntó mi madre abriendo la puerta.
—¿Qué? — Respondí desde la cama tapada hasta las orejas. —Me había quedado dormida.
—¿Te pasa algo?— Entró y se acercó a mí. —¿No tienes calor?
—No, estoy bien. ¿Qué se te ha olvidado?
—Los billetes.
—Ni idea, mira en la entrada.
Mi madre se dio la vuelta y salió del cuarto. Nunca fue una mujer muy ordenada, al contrario que mi padre que se desesperaba si algo no estaba en su sitio. Yo supongo que salí a los dos porque ni vivo entre el desorden ni soy una persona ordenada.
Desde lejos escuché cómo mi padre le daba instrucciones por teléfono hasta que por fin mi madre consiguió dar con los billetes.
Se despidió de mí y se largó por fin. Otra cosa que también se había largado para no volver fue el calentón que tenía encima.
Me quedé en la cama pensando en que cuando me mudase todo esto cambiaría y en mi casa nadie podría molestarme. Fantaseaba con tener una habitación-mazmorra solo para juegos pero viviendo en el Madrid post-crisis económica esto era solo eso, un sueño. Con suerte, podría aspirar a compartir piso, si me cogían para algún trabajo decente.
Me incorporé y me destapé. Ahora que se me había pasado el susto me estaba entrando calor. Estaba aburrida. Me volví a preguntar como tantas veces por qué no tenía más amigas pero como siempre no encontré la respuesta.
En el instituto no te enseñan a tener amigos. De hecho según la suerte que tengas puedes acabar aprendiendo todo lo contrario, a sobrevivir sin relacionarte sin nadie. Aunque tampoco fui el clásico caso de bullying de instituto, lo mío fue más el vacío. La nada, el desierto.
Fui a la cocina y cogí un helado del congelador. Entré en la terraza del salón para comérmelo mirando por la ventana. Las vistas no eran lo mejor: Un parking y el bloque de enfrente. Pero me conformaba con lo que había.
No llevaba ni 5 minutos allí y mi mirada se cruzó con la del chico de enfrente que, como de costumbre, me chistó para hacerme un corte de mangas. Yo, como de costumbre, caí y miré. Rodé los ojos y miré hacia otro lado. Me tenía harta. Era un gordo pajero asqueroso. No era asqueroso por gordo porque yo también lo era, tampoco por pajero.
Lo que pasó entre Sergio y yo fue algo que en ese momento me callé, pero ahora sería muy distinto. Teníamos unos trece años o catorce, no recuerdo bien. Nos veíamos mucho porque lo que hoy era un parking antes era un bonito parque con su arena, sus columpios y su caca de perro y ni él pasaba mucho tiempo con los niños que jugaban al fútbol ni yo con las niñas porque era nueva en el barrio.
Todo era una amistad de lo más normal hasta que un día fui a su casa a jugar a la consola porque sus padres no estaban y podíamos estar en el salón. Después de jugar un buen rato, me djo que tenía que enseñarme algo que había encontrado.
Fuimos a su cuarto y puso un video en el ahora antiquisímo ordenador de sobremesa que tenía en su cuarto. Era un video porno. Para ser más exacta, uno en el que una actriz rubísima y maquilladísima se metía hasta la campanilla el tremendo aparato de un actor negro. Todo esto con sus arcadas de rigor y todas esas cosas que hacen que muchos, si no todos los videos de este tipo den mucho asco.
Me quedé un instante sin parpadear para después apartar la vista con desagrado pero lo que tenía al lado no era algo mucho más agradable. Sergio se había bajado los pantalones y los calzoncillos por las rodillas y mientras se tocaba hizo un gesto con el brazo, como invitándome.
— ¿No quieres?
—Puajjjj— Exclamé antes de salir corriendo.
Sergio intentó agarrarme de la camiseta pero yo conseguí zafarme y me fui corriendo. Le escuché venir detrás de mí pero el muy idiota no se había subido los pantalones y se cayó de boca. Yo abrí la puerta de la calle y nunca volví a esa casa.
No le dije nada a nadie pero nunca volví a hablarle. Se conoce que el chico no se tomó bien que rechazase su oferta así que desde entonces me hacía estas cosas. Hubo una época en la que me escupía al pasar bajo su ventana pero ya se le pasó.
Me terminé el helado y miré con hastío al infinito. Al final me acabé poniendo una serie y me tiré en el sofá. Los capítulos fueron sucediéndose hasta que me di cuenta de que era de noche y tenía hambre.
Tenía claro que no iba a cocinar porque, a pesar de que era necesario para la supervivencia, lo odiaba.
Me decidí por restaurante que te ponía unos burritos que podría ser del tamaño de mi brazo y pedí extra de jalapeños. Esperé y esperé y esperé. El repartidor no llegaba. No quería reclamar pero tampoco sabía qué hacer.
Por fin sonó el timbre de la puerta de abajo y fui a abrir. Esperé impaciente viendo cómo el ascensor subía desde el marco de la puerta de mi casa. Cuando el ascensor llegó a mi piso, una mano con mitones, abrió la puerta desde dentro y de la cabina salió una figura masculina que parecía bastante corpulenta gracias al casco, la chaqueta con hombreras de la moto y la mochila cuadrada que llevan a la espalda. Se acercó a mí y se levantó la visera del casco mostrando unos grandes y profundos ojos negros.
— ¿Elena Martín?— Dijo quitándose la mochila y bajando las cremalleras.
— Sí.
— Perdón. Mucho tráfico. Tuve problema con la moto.— Me entregó la bolsa.
— No pasa nada.— Dije cogiéndola.
— Que disfrute. Dame cinco stars, gracias— Extendió la palma de la mano. Se notaba que el español no era su lengua materna.
Asentí y sonreí lo mejor que pude. El repartidor se agachó para coger la mochila y se levantó con mucho esfuerzo. Pude notar a través del casco una mueca de dolor. Se dio la vuelta, dio un paso, y al dar el otro la pierna se le dobló como si fuese de papel y se desplomó delante de mis ojos.
Me llevé las manos a la cabeza.
— ¿Estás bien?
No respondió.
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El secreto de Lena (La subiré completa cuando la termine)
RomanceCuando Lena empezó a zambullirse en el mundo del BDSM nunca pensó que podría llegar a sentirse tan atada a una persona.