Alan estaba desesperado, observaba la ciudad y esta lo miraba con sus luces destellantes. Una inclemente procesión de antenas y de cables que daba siluetas al viento, frío e inclemente. El balcón de un edificio lo estrangulaba mientras unos pasos desesperados hacían eco en sus pensamientos, lo pisoteaban, le desgarraban las vestiduras.
La noche lo golpeaba por la culpa, la culpa de haber cometido un cruel crimen. Alana yacía sin vida en la cama, desnuda, fría y hermosa. Tan hermosa como la primera vez que la vio en aquel bar. Era una diosa bajada del olimpo.
Alan quedó prendado con solo el olor de su perfume esparcido en el local. ¿Quién habrá dejado escapar una flor de su jardín? ¿Quién en tan infame noche olvidó cerrar las puertas del cielo y dejó salir a un ángel?
Alan estaba hipnotizado. En su cabeza le daba vueltas la imaginación perversa de poseerla. ¡Era una locura! ¿Por qué querría hacer eso? Era la primera vez que la veía, pero a su vez ella era la perfección hecha mujer. La que tanto había soñado, ella, la que en sus noches más solitarias lo acompañaba en sus momentos de necesidades, angustia y dolor. Ella, la que lo calmó una vez cuando fue herido por una cruel mujer, una desgarradura en el alma que lo atormentó hasta ver su rostro. La esencia misma de la belleza. Ella.
La música era ensordecedora, el olor a licor ambientaba en bar. Los amantes desataban toda su ira y los vertederos de amor se llenaban los bolsillos por algunos que anhelaban algo de compañía a cambio de unas monedas.
El triste andar de los desamparados, los que les son negados los placeres más solemnes. Allí estaba Alan, un patito feo en medio de los cisnes. Las únicas caricias que recibía eran los falsos besos de las gatas nocturnas. ¡Pobre hombre! ¿Por qué? ¿Por qué creer que aquella hermosa joven lo vería? ¿Por qué hacerse a la idea de una relación? ¿Por qué seguir soñando con imposibles?
¿Por qué...?
Y allí pasó ella. Alana, la diosa, la hermosa, la venus de sus pensamientos. ¿Qué quería Alan? Que tan solo ella notara la presencia de un hombre que había quedado enamorado. Que sintiera el latir de su corazón, que observara que alguien muy lejos la había mirado, que pensaba en ella mucho antes de conocerla.
Pero algo ocurrió y el corazón el un hombre inseguro es volátil. Alana si lo miró, a la cara, a sus ojos, pero allí Alan sintió el desprecio hacia su incipiente presencia. Para ella él no existía, no era mas que un pobre ser maltrecho por la edad y el horror.
¡Pobre Alan! ¡Pobre alma que sufre y que nadie consuela! Otra vez había sido rechazado sin pronunciar palabra alguna. De nuevo cayó en desgracia delante de todos. Su honor fue quebrantado y su ego echado a los perros. ¡Era inaceptable!
¡Ella lo iba a amar! A desear, a querer. Era su meta, su razón de ser. Porque nadie puede existir sin ningún propósito, y Alana era el suyo.
Se ideó un plan.
Alana salía a una hora en específico del bar. Porque su impulsividad de saciar el humo de la ciudad era necesaria a las diez de la noche. Él la esperaría luego que ella diera las últimas caladas de su cigarrillo. El frío era cruel para las pobres almas de la metrópoli en aquella época invernal.
Alana salió a buscar un poco de aire fresco. Pero no eran las diez de la noche como solía hacerlo; discutió con un hombre que parecía muy molesto. El sujeto la sostuvo dentro del bar con mucha fuerza por el brazo a pesar de los gritos de ella. El ruido, el olor, las personas y el licor en el alma ocultaban todo rastro de discusión en el Laurel de las Rosas.
Ella era una rosa danzante del local. La más codiciada y la más triste. Soñaba con el amor perfecto, ese que solo aparecía en los libros. Un hombre misterioso, inundado en silencio y con presencia viril por los cuatro costados. Deseaba ser amada de verdad y no ser vista como un trofeo.
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El laurel de las rosas.
Short StoryAlan es un hombre atormentado por el deseo de un amor imposible, y por aquella obsesión caerá en una cruel decisión.