Prólogo: Lo que Bill Bo era y no era.

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Prólogo: lo que Bill Bo era y no era.

Mi padre siempre decía que más allá de Kuat, sus astilleros de metal y sus lunas, había una galaxia entera por descubrir. Que los enormes cargueros que llegaban al cinturón estelar que rodeaba el planeta venían de otros mundos como el nuestro, pero no del todo iguales. Que incluso nosotros habíamos llegado de otro lugar diferente a Kuat llamado Coruscant. Yo no recordaba ya aquel sitio, y la memoria de mi padre comenzaba a desdibujarse en mi cabeza. Pero jamás olvidaba sus historias sobre otros sistemas y de los viajeros que surcaban el espacio en las naves que nosotros construíamos. Era por esas historias que yo sabía perfectamente lo que era un aventurero. Y Bill Bo no era un aventurero.

Así que cuando una mañana se presentó en mi barracón y me dijo: «Me marcho», yo no le creí. Porque conocía a Bill Bo de hacía muchos años, casi desde que tenía memoria, y jamás había mostrado el más mínimo interés por montarse en un crucero e irse. Era el tipo de persona con sueños modestos, que aspiraba a una casa fuera de un barracón, un soplete que no se calentase hasta quemar los dedos y a una pareja que no le hablase de tipos de acero. Y así había sido toda su vida.

Mi padre también solía decirme, cada vez que me quejaba de haber acabado en aquel astillero, que se requería valor para saber quedarse en un sitio, pero que era necesaria auténtica valentía para saber cuándo irse. Yo en su momento no lo comprendí del todo, porque no sabía lo que había sido la República y no entendía lo que era el Imperio. Con el tiempo, llegué a descubrir a lo que se refería mi padre y el sacrificio que había tenido que hacer para conseguir llegar a donde estábamos. Precisamente por ello sabía lo que era ser valiente. Y Bill Bo no lo era.

Así que cuando le miré a los ojos y le dije: «¿Pero de qué estás hablando?» y me contestó: «He de irme, este no es mi sitio», no le creí. Porque Bill Bo nunca había demostrado un ápice de ese valor en su vida. Ni cuando habíamos sufrido juntos desde chavales los horrores de ser huérfanos en Ciudad Kuat, ni cuando habíamos soportado años de esclavitud encubierta en los astilleros a cargo del Imperio. Ambos habíamos agachado la cabeza para seguir sobreviviendo un día más. Nuestro talante era del que se quedaba, y así había sido toda nuestra vida.

Cuando mi padre ya no estuvo y no me pudo contar más historias, ni calmarme la rabia que me quemaba tanto como el hierro incandescente que moldeábamos, escuché por primera vez murmullos de rebelión. Y se decían tan en bajo, y tan crípticamente que a veces incluso dudaba que no fueran un sueño o una imaginación mía. Existía tanto miedo por siquiera mencionar aquella palabra, que ninguno de nosotros nos atrevíamos a imaginar qué tipo de persona formaría parte de una insurrección. Por ello estaba segura de que Bill Bo no era un rebelde.

Así que cuando después de un largo rato en silencio añadió: «Me voy a unir a la Resistencia», no le creí. Porque pensé que jamás se atrevería a decir tales cosas en alto, con la mirada desafiante, sin dudar ni un segundo, si realmente eran verdad.

Pero me equivoqué, porque aquella noche, cuando fui a buscarle para echar la partida de cartas que jugábamos después de cada cena desde hacía más de quince años, sus cosas ya no estaban. Y de nuevo, volví a no creer que la situación fuera real. Porque Bill Bo podía no ser muchas cosas, pero sí era mi amigo.

Así que por un tiempo esperé, porque pensé que si Bill era la persona que yo pensaba que era, volvería. Porque no hacerlo suponía que todas las cosas que yo había imaginado que teníamos en común eran excusas que había usado para justificarme a mí misma. Que yo era la única que no era aventurera, ni valiente, ni rebelde. Y al no serlo, le estaba fallando al recuerdo de mi padre y a la amistad que creía tener.

Bill no volvió.

Y yo seguí construyendo cruceros imperiales en Kuat. 

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⏰ Última actualización: Jan 15, 2021 ⏰

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