Diario de una geisha.

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Hacía poco que había amanecido, aquella noche apenas pude conciliar el sueño y esta vez no se debía a mi  incomodo peinado. Los primeros rayos de sol de la mañana alcanzaron mi ventana, no eran nada molestos más bien daba una sensación de alivio ante toda aquella oscuridad. Iluminaban  mi tocador en un ángulo perfecto y el destello hizo relucir uno de mis antiguos frascos de maquillaje. Añoraba aquella vida más que cualquier otra cosa, en verdad, no conocía otro mundo ni otra ocupación que estar solicitada por los  hombres más prestigiosos de Japón. Esa fue mi labor por años, entretener a los anfitriones de las fiestas, hacer que otras personas disfrutasen de mi compañía. Pocos fueron capaces de entender ese mundo, pero ante tal situación, no les quedó otra opción que aceptarlo. Sin embargo, aun cuando relato alguna que otra experiencia sobre aquella vida pasada, noto sus caras de incertidumbre sobre qué clase de mundo le tocó vivir a una inocente niña como yo.
Finalmente, me compuse en la cama dispuesta a quedarme en esa posición por horas, aunque estarme quieta nunca fue mi mayor virtud. Mis ojos volvieron al frasco, que esta vez relucía con más fuerza; poco a poco, y sin que me hubiera dado cuenta, se hizo de día.
-Es polvo de arroz -dijo la criada haciendo que saliera de mis pensamientos. Me quedé perpleja al verla allí, estaba tan absorta en mis pensamientos que ni siquiera la oí entrar. Sabía perfectamente lo que contenía aquel frasco, mi juventud y la de muchas mujeres se vieron atadas a él por generaciones, una vida llena de dedicación metida en un pequeño recipiente ¿qué habrá sido de esos momentos? ¿Me recordará alguien? Sonreí para mis adentros, sí.
-Sé lo que es -dije con brusquedad. Aunque mi avanzada edad para tal oficio ya no me permitía recordar según qué cosas, esa no se me olvidaría.
Se dirigió hacia la ventana con la firme intención de abrirla. Entonces, una brisa fría con aroma a sal y a pescado fresco llenó la habitación. Estábamos saciados de otoño, las hojas de los árboles inundaban las calles con distinguidos tonos tierra, los que a su vez descubrían alguna que otra colegiala robando los últimos colores del verano y el cielo, un cielo gris de los que parecían aturdidos,  mantenían ocupada la mañana.  Respiré profundamente, ese olor me llevó de nuevo y  una vez más a mis recuerdos de la niñez. De una casa algo alejada de la civilización, rodeada de un frondoso bosque al que íbamos a recoger moras y un riachuelo donde solíamos bañarnos. Envuelta de criadas que acataban órdenes, hombres de negocios vestidos de negro funeral y algún que otro veterano en el vivir. A todos les caía en gran simpatía, quizá por ser la única hija del General, pero solo el tiempo estipuló la certeza de aquello.
El General Kiyoshi era un hombre poderoso, temido por su autoridad, su rango estaba muy por encima del de la mayoría de hombres; aunque nunca supe con claridad a qué se dedicaba, siempre parecía estar ocupado, entraba y salía de casa constantemente y cuando estaba demasiado enfermo para hacerlo, el pequeño patio de casa se llenaba de coches fúnebres de los que bajaban varones con maletines. Siempre parecía tener algo que hacer, escritos que firmar,  reuniones que programar e incluso cuando no estaba haciendo nada parecía estar pensando en hacerlo. Algo que ocasionaba respeto, además de tratar con semejante personaje, era su cicatriz, que le recorría la parte derecha del cuello bajando hasta bien entrado el pectoral izquierdo. Nunca supe cómo se originó y,  a decir verdad eso nunca me quitaba el sueño, más bien al contrario; lo que sí sentía era una especie de fascinación ante aquella herida, era algo que no podía explicar, pero siempre me pareció cautivadora aunque él se esforzara en ocultarla. Tenía un color rosado, como si se hubieran olvidado de cubrirla con la piel; a primera vista parecía un corte limpio, pero a medida que te acercabas se podía distinguir la inseguridad de quien cortó esa piel, el miedo, el temblor en las manos del enemigo. En aquel momento no supe ver el dolor que se escondía en ella, probablemente fuera un recuerdo constante de la guerra, de los hombres derrotados y la sangre vertida.
Dando un portazo, la criada salió de la habitación molesta por mi comentario. Ese golpe de puerta me devolvió a la mente al General. Cuando concluía sus reuniones sin haber llegado a ningún acuerdo, sin estar  satisfecho de pasarse horas arrodillado, daba un golpe en la mesa en señal de queja. Entonces, dos de nuestras criadas más jóvenes corrían para ver qué podían ofrecerle. Era como una especie de competición entre ellas para ver quién le complacía más. Era entonces cuando de la nada aparecía Aoi,  una criada mayor que llevaba muchos años de experiencia, con una botella de sake entre las manos y un castigo para esas jóvenes inexpertas. 
Decidí que ya iba siendo hora de levantarme, mis ojos me llevaron hacía un reloj antiguo y de gran valor colgado en la pared, de los pocos objetos que sobrevivieron a la guerra. Según me habían contado, había pertenecido a un anticuario y el dueño de este, para conservarlo, lo escondió en una cueva. De lo contrario hubiera sido incautado por las autoridades y vendido a un precio menor con el único fin de conseguir armamento. Años más tarde pudo recuperarlo y así llego hasta aquí. Era curioso pero la mayoría de piezas que contenía la okiya estaban anticuadas, sin embargo, tanto estas como los hanamachis en sí mantenían el encanto típico de Gion. Como si pudieran describir lo que alguna vez fue.
Finalmente,  mis pies alcanzaron el suelo, estaba frío y parecía haber absorbido el aire de la habitación, lo que al dar un paso me hizo tener la sensación de estar caminando sobre pescado. No tardé en salir de ahí, pero tampoco la sensación viscosa en pegarse a mis pies.
Volvía a estar en Gion. los problemas aquí eran distintos, se notaba el impacto de la guerra. La mayoría de comercios habían vuelto a abrir, pero no las okiyas. Lo más infame de todo eran los rostros, la palidez se había apoderado de la mayoría,  aunque me complacía ver que algunos lograban recuperar el color.  Los años en NY habían pasado lentos a mi parecer, pero pese a la amabilidad prestada nunca tuvimos presente quedarnos. Experimentamos una forma de vida tan simple en comparación a lo severos que acostumbran a ser aquí, aprendimos nuevas costumbres, nuevos idiomas, pero cuanto más pasaban los días, más conscientes éramos de que este no era nuestro lugar.
Si bien por fuera era distinta, en mi interior nada alteró mi curiosidad. Quería respuestas para todo, así que me tomé unos días para visitar Japón, para descubrir  por mí misma qué había sido de él. Finalmente, después de recorrer aquellas calles transitadas por corteses saludos, de mostrar mis respetos por los fallecidos en la que, después se conocería como segunda guerra mundial, encontré mi antigua okiya. Una tremenda sensación de pena me invadió, tanta, que mis zori empezaron a perder estabilidad y a llevarme al suelo; Estaba deteriorada, dañada, maltratada como la peor de las Oiran, y no solo ella, toda la calle parecía haber sido mutilada. Un sector infernal, de la clase de barrios que evitaban los turistas, allí convivían los indigentes que lo habían perdido todo, multitudes hambrientas, sin familia y sin posesiones.
¡Quedaban tantas cosas por reconstruir! El cielo tampoco parecía estar dispuesto a deshacerse de su color gris. De camino a casa masticaba todo lo visto, y a cada trago me daba cuenta de que había dos universos muy diferentes para la gente de Japón, aquellos para los que la vida siguió con dificultades sí, pero que lograron sobrevivir y los demás, los que vivían entre las ruinas, a ellos les quedaba un constante recuerdo del negro, como cuando un niñito nace ciego, y la pena se apodera de él hasta que perece.
Irnos no fue decisión nuestra; de hecho, las circunstancias escogieron por nosotras, se podría decir que no nos quedó otra alternativa y fue lo más seguro. Volvía a empezar otra guerra, pero esta vez, sin la protección del General, dimos nuestra vida por perdida. Los constantes bombardeos atemorizaban a la gente, la mayoría intentaba huir pero sus limitados recursos no se lo permitían. Las geishas apelaban a sus protectores, a sus dannas o cualquier hombre de negocios que tuviera un mínimo de poderío para sacarlas de ahí. Una pequeña parte de ellas lograban escapar y las enviaban a lugares dispersos en los que tenían que ganarse la vida por su propia mano, no tenían quien las protegiera y tampoco  seguridad garantizada. Las que no lograban huir, entraban a trabajar en fábricas de armamento, las cuales terminaban con su salud y finalmente su apariencia.
Conforme pasaban los días, las semanas, podías ver aquellas muchachas transformadas en Dios sabe qué máquinas, con sus manos ennegrecidas, un rostro blanco que sólo por esta vez no se debía al afeite, un cuerpo desnutrido por la falta de alimentos y una fuerza semejante a la de una anciana en su lecho de muerte, arrastrándose en lugar de caminar con una expresión más bien desganada.
Yo no pertenecía a ninguna de las dos clases, pero tuve el privilegio de salir del país sin demasiadas dificultades. Nuestro vestidor, Akinori, lo hizo posible gracias a sus múltiples contactos en la embajada de Nueva York, que muy amablemente nos proporcionó cobijo durante unas semanas. Lo que yo no conocía en aquel entonces era la descomunal cantidad de dinero que tuvo que cotizar para que desempeñaran su hospitalidad.
Pasada la guerra, decidí que era el momento de agradecérselo. Era ya de noche y, apenas llegar a la okiya dónde me hospedaba me entregaron una carta en la cual me solicitaban para un evento. Por mi cabeza cruzaron miles de rostros, había conocido un considerable número de hombres por no hablar de las geishas, las dueñas de las casas de té y el resto de comerciantes con los que teníamos trato. Pero aun así estaba segura de que pocos se percatarían de mi llegada, entonces ¿quién me había solicitado? yo ya era una geisha desentrenada, sólo había acudido a alguna que otra fiesta en NY. Y entonces, recordé al hombre gracias al cual seguía con vida, estaba plenamente convencida de que debía ser él e intenté recordar la última vez que le vi, cuando tan sólo era una adolescente y él me ataba los kimonos antes de algún acontecimiento en el que se me requería.
Pero los tiempos han cambiado y yo ya no soy una adolescente y él ya no es vestidor, poco después de llegar a NY le ofrecieron un trabajo como diseñador de kimonos para una compañía japonesa que quería extender su mercado, aceptó sin pensarlo lo que  hizo que se volcara por completo en su trabajo después de perder a su mujer. Muy de vez en cuando venía a visitar a mama, y me dejaba algún que otro complemento que había diseñado, pero ella me hacía devolverlos razonando que no tendría ocasión para llevarlos. Las veces que le veía eran contadas y durante breves instantes, por eso no logro recordar su rostro con determinación. Poco después, aun no habiendo finalizado el peligro, volvió a Gion. Con una breve carta escrita a mano, en su intento de razonar su partida, se despidió de nosotras.
                                                                ***
Parpadeé un par de veces, ya era medió día, la mañana había pasado deprisa y el olor a pescado fresco había desaparecido, en su lugar habitaba un aroma caldeado que  iba aumentando conforme bajabas las escaleras. Y aunque el sabor de aquella humilde comida me diera más fuerzas, apenas pude ingerir nada, así que di gracias por los alimentos y me retiré de nuevo a mi cuarto. Conforme avanzaba el momento, el nudo que tenía en la garganta fue estrechándome cada vez más hasta tal punto, que pensé que iba a ser estrangulada. No dejaba de pensar en cómo sería aquel instante, ¿se fijaría en mí? ¿Me reconocería? ¿Por qué me habría contratado? Las preguntas no dejaban de rondar por mi cabeza y no puedo negar que no sintiera cierta admiración por su figura.
No dejé de tomar asiento y alzarme una vez tras otra, mi cabeza no podía centrarse en una sola idea hasta que por fin decidí que ya iba siendo hora de empezar a maquillarme. Me paré en seco, di media vuelta sin medir el control de mis pies; tampoco mis pupilas parecían reaccionar y se pararon a mirar el frasco que horas antes resplandecía con tanta fuerza.
No recordaba lo que era ser geisha, cómo se sentía al ir por la calle y ser examinada en su totalidad, las perfectas reverencias que debías hacer a la vez que caminabas. Detenerse era una pérdida de tiempo y de dinero, una geisha nunca paraba, no podía permitírselo, no tenían sentimientos, pero debían mostrar un profundo respeto, pues era consciente de que una conducta inapropiada podía arruinar su carrera. No sería la primera vez que alguien de su círculo pudiera volverse en contra de ésta. Recuerdo con ambigüedad casos en los que  sí una geisha era grosera con la dueña de alguna casa de té en la que frecuentaba, cuando algún hombre preguntaba por ella para poder ser su protector, esta les decía que estaba ocupada, de tal forma que la geisha nunca conseguía un danna, ni tenía quien la mantuviera cuando su belleza se marchitara.
Me dirigí hacia mi equipaje a medio deshacer con la intención de revisar lo que había traído. Dentro de este todo tenía un orden admirable hasta que una peineta me sorprendió fuera de su estuche. Era llamativa como la mayoría de prendas que solía vestir una geisha. Fue un regalo de uno de los comandantes que frecuentaba durante mi aprendizaje de geisha. No lo había llevado más que un par de ocasiones, y pensé que podría traerme suerte.
Creíamos en el destino y en todo lo que pudiera traernos un buen porvenir, por eso consultábamos frecuentemente el horóscopo, era una forma de garantizar que la acción sería llevada a cabo con éxito. Lo utilizábamos para la más mínima decisión, incluso para saber si hoy sería un buen día para cortarnos el pelo o para viajar. Era una costumbre ya arraigada en mí, transmitida de generación en generación por mis ancestros, por eso nunca me deshice de ella. Era una forma de rendirles culto y no olvidar mi lugar.
Desconocía mi utilidad en la gran ciudad donde me hallaba. Mientras pasaban los meses, los años y el periódico no parecía tranquilizarme; los titulares absorbían las manchas de las tazas de café, pero no nuestro deseo de regresar. Las noticias tampoco parecían mejorar así que, mientras esperábamos, le rogábamos con fuerzas a un dios que no creíamos que existiera, que diera paz y protegiera a los nuestros en la batalla.
Encontramos un pequeño piso donde pudimos alojarnos temporalmente; por desgracia, las estaciones fueron envejeciendo antes de lo previsto y nosotras a su vez. Las arrugas no tardaron en acentuar la expresión de mi okasan, que cayó gravemente enferma. No tardaría en morir, solo debíamos esperar el momento. Mi rostro también parecía haber alcanzado cierto grado de madurez. Lo que me permitía dejar de recurrir a cosméticos tan níveos, pues según decían debía mostrar mi belleza natural.
Deje la peineta en el refinado tocador de mi dormitorio, y sentada en un escaño de madera frente a él, me dispuse a introducir la mano en un recipiente. Fue una de esas vasijas la que vino a ser nuestro sustento durante abriles. Nos proveyó una forma de eludir de la miseria a la que muchos estaban sometidos. Por un momento tuve miedo de poder derramarla, de no ser suficientemente buena,  y aunque en aquel momento no lo supiera con seguridad debía intentarlo. Contenía un pringoso aceite llamado bintsuke-abura y cada movimiento dentro de este conseguía asombrarme y distraerme de lo que debía ser mi deber. Una vez tuve las manos empapadas de este procedí a contornear cada rasgo de mi cara, acto seguido volví enterrarlas en él para seguir con el cuello y más tarde con el pecho. Resulto en un acabado suave y cada caricia parecía llevar a la siguiente hasta que se hubo secado por completo.
Solía aplicarme el maquillaje sola, aprendí a base de observar a mi onee-san y con los años esta me ayudo a perfeccionar mis técnicas, a apresurarme y no descuidar ningún detalle. Nuestros clientes esperaban perfección y no íbamos a ofrecerles menos. En alguna que otra ocasión, apenas nos quedábamos más de media hora en cada fiesta, pues teníamos varios compromisos en una sola noche, y aun así instaban en costearnos toda la hora pues sabían que en la próxima ocasión les obsequiaríamos con más tiempo. Eran muy comprensivos con nuestra disposición y eso nos facilitaba tener que dar constantes explicaciones. Pero, si nos dejaban a elección propia, tener que andar de un lado a otro u permanecer en un único ambiente durante toda la noche, preferíamos a contentar a un solo cliente ya que así nos asegurábamos que nos solicitaría una próxima vez.
En un bol de madera continué con la preparación de la base, primero añadí polvo de arroz, era semejante a la harina, suave e escurridiza y luego, agua, esta iba alcanzando un color blanco y cuando me pareció  que era una cantidad suficiente empecé a remover. En NY asistí durante un tiempo a una escuela de arte, allí me enseñaron a pintar, los cuadros tenían un tacto rugoso al principio y la técnica de mezclar los pigmentos con el agua se parecía a esta, seguí haciéndolo durante meses para no olvidar lo que sentía.
Con una brocha de bambú comencé a aplicarme la base, acostumbraba a empezar por la barbilla e ir subiendo hasta cubrir por completo mi rostro. Me encomiende no pintar mi pelo como solía hacer de niña, sino dejar una fina línea donde pudiera notarse la piel para dar el efecto mascara tan deseado. Después procedí a ocultar también el cuello y el pecho dándoles un blanco uniforme y por último utilice una esponja para absorber el exceso de humedad.
Quede totalmente blanca. Era extraño después de tanto tiempo, no parecía yo, aun así lograba vislumbrar una sonrisa en mi rostro. Me sentía como un copito de nieve, tan orgullosa de mi diseño. Mientras yo no dejaba de mantener contacto visual con el espejo, mi mano derecha decidió tomar las decisiones por mí y a bajar por el tocador en busca de un asa de la que tirar. Hubo un momento en que note el brazo tan estirado que pensé que iba a desprenderse del cuerpo. Logró tirar con fuerza y abrir un pequeño compartimento donde fue en busca de un tarro. Dentro había pigmentos rojos y utilizando un pequeño pincel dibujo una forma de corazón en los labios que luego fue extendiendo hasta dejarlos bien perfilados. El cuidado formaba parte de todos los movimientos, y su perfecto resultado no hacía más que registrarse en mi mente.
El tiempo paso deprisa durante esa tarde, y con los pequeños detalles ya concluidos entro la okasan. No le hicieron falta palabras solo se dedico a arrodillarse junto a mí y a adornar mi cabello. Me quede observando, su mirada me transmitía serenidad, como si nunca hubiera tenido preocupaciones, terminó antes de lo previsto y se percato de mi atención, así que tiro de mí para que me levantara y desato de un tirón el nudo de mi kimono. Había llegado el momento de vestirme así que deje caer el komon que llevaba, su mirada parecía más severa ahora, así que decidí mantener la cabeza agachada hasta que saliera de la habitación. Y base de movimientos bruscos que no hacían más que irritarme logro terminar. Levante mi mirada y de pie junto al espejo aprecie un ideal al que pocas podían aspirar y es que el iki que creía perdido nunca dejo de formar parte de mí.

                                                                    Fin.

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⏰ Última actualización: Jan 09, 2016 ⏰

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