2. El encuentro

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Exactamente un mes antes de que un misterioso anciano la estuviese contemplando desde la distancia sin que ella pudiera saberlo, Lola se despertó con inquietud sobre su cama.

Había tenido un sueño muy extraño, un sueño que venía repitiéndose en los últimos meses noche tras noche, un sueño en el que ella aparecía disfrutando de las maravillas que el majestuoso bosque que tanto amaba le ofrecía hasta que su abuelo, un hechicero anciano, le llamaba desde casa para darle el regalo de su cumpleaños, que no era otra cosa que un objeto en forma de cubo muy curioso, con sus seis caras de color negro y un peculiar símbolo dorado tallado en cada una de ellas. Y entonces despertaba. Siempre igual. Nunca podía averiguar para qué servía ese cubo, que cabía en la palma de su mano, ni por qué su abuelo (que no se parecía en nada al abuelo que tenía en la vida real) se lo entregaba. Lo único que ella sabía al respecto es que más tarde, durante la primera media hora de estar despierta, no hacía más que darle vueltas al asunto. Un asunto que no podía trascender más allá de su imaginación, por supuesto.

Ese día era sábado, así que se permitió remolonear un poco en la cama cuando vio que el despertador marcaba las nueve y cuarenta y tres minutos. Se dijo que a las diez haría un esfuerzo por levantarse, pero mientras tanto tenía que poder saborear el placer de que hoy no tendría que ir a clase. Además, ¿qué día era hoy? Su todavía espesa mente tardó un poco en reaccionar, pero al fin recordó que era catorce de noviembre. Sí, hoy cumplía quince años. No era una mala edad, década y media, cinco años lejos de los diez y cinco cerca de los veinte. Lo primero que se preguntó es cuánta gente se acordaría de felicitarla esta vez. Aparte de su familia, claro. En cuanto se levantara iría a echar un vistazo a las redes sociales. Luego le dio permiso a sus labios para que formaran una leve sonrisa: no siempre una podía decir que su cumpleaños coincidiera en fin de semana. Porque cuando en tu cumpleaños toca ir al colegio no es lo mismo, por supuesto.

De pronto alguien aporreó la puerta sin piedad, y al instante siguiente escuchó la voz de su madre.

―¡Levanta, que se está haciendo tarde!―Lola calló con la intención de fingir que estaba dormida, pero no sirvió de nada―. ¿Lola? ¿Estás despierta?

―Ya voy, mamá...

Al cabo de unos segundos, pasos alejándose. ¿Por qué su madre tenía que llamarla? Era sábado, ¿cómo podía hacerse tarde? ¿Tarde para qué? Frustrada, echó un vistazo al reloj. Aún faltaban cuatro minutos para las diez. Qué rabia. Sin embargo, después de resoplar salió de la cama, subió la persiana y salió de su cuarto.

Antes de ir a saludar a su madre pasó por el cuarto de baño para lavarse la cara. Estaba soñolienta y el agua le ayudó a despejarse. No obstante, al mirarse al espejo, pensó: "¡vaya pelos!". Y es que en los últimos tiempos había decidido teñirse el pelo de rojo, y ahora su cabello era una marea carmesí tumultuosa, por lo que no se esforzó demasiado y se conformó con hacerse una coleta; pasaba de peinarse. Total, hoy no tenía que ir a ningún sitio ni tampoco esperaba visitas.

A continuación fue a la cocina, donde su madre tenía en marcha el televisor mientras fregaba algunos vasos y platos, y al percatarse de su llegada se secó las manos de forma precipitada y fue a darle un beso.

―¡Feliz cumpleaños, hija!

―Gracias, mamá―respondió Lola con poco entusiasmo. No era una actitud premeditada, sino la de alguien que todavía no ha terminado de cruzar la frontera con los dominios del dios Orfeo.

De pronto su madre parecía nerviosa. Salió de la cocina a toda prisa y no volvió hasta dentro de unos minutos. Mientras Lola cogió un bol, lo llenó de leche y cereales y se sentó a la mesa. Al cabo de tres cucharadas reapareció su madre con lo que intuyó debía ser su regalo de cumpleaños.

HERMANDAD SANGRIENTA 1: LA MALDICIÓN SIN NOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora